Opinión

Los Parlamentos y los odios

La visceralidad que se ve en las intervenciones desde la tribuna no es impostada ni fingida; es el reflejo de una visceralidad real, de una animadversión auténtica

Me contaba ayer, antes de nuestra Tenida, mi hermano Juan (médico; una de las personas más buenas que he conocido en toda mi vida) su asombro por lo que los medios de comunicación consideran noticia y lo que no. Mientras hablábamos caía agua del cielo con furia tailandesa, y quienes hayan estado en Tailandia en otoño, durante el monzón, entenderán esto muy bien.

“A mí me parece que tampoco es para tanto”, decía Juan; “llueve bastante y nada más. Pero si pones la tele da la sensación de que estamos en medio de una devastación. Inundaciones, cortes de carretera, lágrimas y gente gritando…”. Yo escuchaba, sonriendo. “Vamos a ver, ¿cuántas tragedias, cuántos incidentes graves ha habido en toda España por culpa del Neftalí este de las narices? ¿Quince? ¿Veinte? ¿Treinta?”.

“Es Efraín, hijo de José”, me reí yo, “y sí, tienes razón, no ha pasado mucho más. Pero la noticia casi nunca es lo que sale bien sino lo que sale mal. Las desgracias. Las catástrofes. Los crímenes. Esas cosas”.  “Y luego lo del Congreso”, seguía Juan; “¿de verdad eso es el patio de un colegio? ¿Son un nido de serpientes, como parece? ¿En serio que están todo el día a bofetadas?”.

Bien, pues debemos admitir que la respuesta es sí. Con matices pero sí, son una pandilla de irresponsables. Aunque también hay excepciones y exageraciones de los medios de comunicación, vaya eso por delante. Un ejemplo: hace semana y media se celebró la ya tradicional jornada de puertas abiertas del Congreso para conmemorar el día de la Constitución. La gente, los ciudadanos, hicieron largas colas para entrar por la Puerta de los Leones, visitar el hemiciclo y sentarse, incluso, en los escaños famosos.

Lo curioso fue que los ciudadanos fueron recibidos, sonreídos y saludados por la presidenta de la Cámara, Meritxell Batet; por varios miembros más de la Mesa del Congreso y por varios prominentes diputados, entre los que estaba Iván Espinosa de los Monteros, el que más estudios tiene del grupo de la extrema derecha.

Nadie se ciscó en la madre de nadie, ningún ciudadano agarró por el cuello a ninguna señoría, todo fue bien… Y eso ¿a quién le interesa?

¿Saben qué? ¡No pasó nada! ¡Nadie fue agredido, es increíble! ¡Ni siquiera insultado, que es lo menos que se podía esperar! Reinó la cortesía, la educación, el buen rollito de todos con todos. ¿Y cuál fue el resultado? Pues que aquella visita ciudadana al Parlamento pasó prácticamente inadvertida. Unas pocas fotos en los periódicos, sobre todo en los digitales, y unos escuálidos segundos en la tele. ¿Y eso por qué? Pues porque no había noticia. Nadie se ciscó en la madre de nadie, ningún ciudadano agarró por el cuello a ninguna señoría, todo fue bien… Y eso ¿a quién le interesa, eh? La noticia habría sido que hubiese habido heridos. O por lo menos improperios. Pero no los hubo. Así que no había nada que contar.

Dice Gabriel Rufián, conspicuo mercader del templo de la democracia, que los medios hacen creer a la gente que en esa casa todo el mundo se lleva mal todo el rato, “¡Y eso no es verdad!”, protesta. Perdone su señoría pero, con algunas excepciones (quizá varias decenas de excepciones), sí es cierto. Esto no había pasado nunca desde la recuperación de la democracia: una enorme cantidad de diputados y diputadas no le dirigen la palabra a muchos otros, más allá de darse los buenos días, y a veces ni eso.

El veneno que vemos en las sesiones del Congreso ha llenado todo el resto del edificio y ha contaminado las relaciones personales entre los “padres de la Patria”, como se les llamaba hace años. Muchísimas señorías, mayoritariamente, no se hablan con otras muchas señorías. Esto pasa no solo entre grupos políticos enfrentados entre sí sino también entre los grupos que sostienen al gobierno de coalición y, por supuesto, entre parlamentarios del mismo grupo, que esos son los odios peores. En el baratísimo bar-cafetería del Congreso, la bebida más consumida es la mala leche.

Esto es nuevo. Gracias a la democracia, y a la convivencia en el palacio de la Carrera de San Jerónimo, los diputados de todos los grupos, durante casi cuarenta años, se llevaron siempre bien. Había una exquisita cortesía que muchas veces crecía hasta la cordialidad. Nacieron casi amistades personales que hoy cabría calificar de inauditas, como la de Manuel Fraga con Santiago Carrillo o con Ramón Tamames, y es solo un ejemplo entre muchos. Nacieron amoríos, amores y aun matrimonios, como la de la propia Meritxell Batet (socialista) con el diputado del PP José María Lassalle. Ahora todo eso es, si no inimaginable, muchísimo más escaso.

Ahora vemos que la visceralidad que se observa en las intervenciones desde la tribuna no es impostada ni fingida; es el reflejo de una visceralidad real

¿Por qué? Primero, porque el nivel y el calibre de los insultos ha crecido de manera exponencial. Tú no puedes sentarte a comer en la cafetería (hace muchas décadas se llamaba “fondín”) con alguien que te acaba de decir que lo único que has estudiado en tu vida es al señor que vive contigo. Por ejemplo. Y segundo, porque en el Congreso ha aparecido una apreciable cantidad de gente que no es capaz de distinguir entre la controversia política y la vida privada. Eso procede de la falta de experiencia y desde luego denota cierta falta de madurez. Recuerden el día en que Pablo Casado le echó la bronca, en plena moción de censura, a Santiago Abascal. Este se quedó noqueado, sonrojado, herido: se tomó aquello como una cuestión personal, como una ofensa directa a él, no a lo que decía. Tardó tiempo en recuperarse. Ahora vemos que la visceralidad que se observa en las intervenciones desde la tribuna no es impostada ni fingida; es el reflejo de una visceralidad real, de una animadversión auténtica. Muchas veces es odio, no tiene otro nombre.

Fíjense ustedes en cómo funcionan otras cámaras legislativas en otros países. En Europa, el parlamento más ruidoso es (de lejos) la Cámara de los Comunes británica. Laboristas y conservadores se ponen allí como pingos, que decía mi abuela Delfina. Interrumpen, abuchean, agitan papeles o pañuelos, hacen todo el ruido que pueden, incluso se llaman barbaridades. Eso es una tradición que tiene casi tres siglos; es un comportamiento bastante asilvestrado, pero no le sorprende a nadie porque ha sido siempre así, es algo aprendido y casi obligatorio. Aunque, cuando llega la hora de la verdad, los diputados se tratan unos a otros con exquisita cordialidad y tienen claro que lo más importante es el interés del país, que está muy por encima de los gritos y aun de las ambiciones de poder de cada cual.

El Bundestag (parlamento alemán) es un ejemplo legendario de buenos modos. Solo berrean los de la extrema derecha, la AfD, pero les da igual porque nadie les hace caso: todos los demás partidos tienen el acuerdo de ignorarlos, de no entrar al trapo de sus provocaciones y de padecerlos como si fuesen unas hemorroides: con infinita paciencia. Nunca han gobernado y es muy probable que jamás lo hagan, porque ninguno de los partidos democráticos consiente en pactar con esa gente.

La Cámara de los Diputados italiana también se parece a una gallera, como nuestro Congreso, y también abunda mucho más la víscera que la inteligencia, las tripas que la cabeza

El resto de los parlamentos europeos funciona más o menos igual. Empezando por el de Estrasburgo, la eurocámara, pero es que allí son más de 700 diputados. Incluso la Asamblea Nacional francesa es razonablemente sensata, a pesar (de nuevo) de los esfuerzos por armar gresca de la extrema derecha… y del grupo de Mélenchon, que busca pescar en el río revuelto del populismo y de la fantochada parlamentaria.

Solo hay un Parlamento importante que se asemeje al nuestro: el italiano. La Cámara de los Diputados también se parece a una gallera, como nuestro Congreso, y también abunda mucho más la víscera que la inteligencia, las tripas que la cabeza. La política italiana está basada en la necesidad de pactos, lo cual quiere decir que las traiciones más viles están siempre en la punta de los dedos. Por lo mismo, las relaciones personales suelen ser difíciles, sobre todo desde que anda por allí histriones como Salvini (de nuevo la extrema derecha) o personajes tan extremadamente peligrosos como Berlusconi, cuya única bondad consiste en que está ya viejísimo y no aguanta muchos trotes.

¿A quién beneficia el que los Parlamentos sean, no ya en lo político sino lo personal, un criadero de odios y rencores? Pues está claro: a quienes quieren acabar con ellos o sustituirlos por algo parecido a las Cortes “orgánicas” de Franco o al actual Parlamento de Hungría, ambos completamente inútiles, como ocurre con toda institución puramente decorativa u ornamental.

Hay quien dice: “Las grescas proceden de que estamos en campaña electoral”. Yo creo que no es así, salvo que estemos siempre en campaña o precampaña electoral, lo cual es un completo disparate. Las grescas proceden de la ambición, del ansia enfermiza por el poder… y de la falta de educación, algo que ya no puede solucionarse: habría que haberlo hecho cuando estos botarates eran niños. Algunos lo parecen, pero ya no lo son.

Y de esta gente dependen las leyes que nos rigen a todos…

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