Todas las guerras comienzan en la creencia de que van a ser breves. Luego se van alargando y cada vez es más difícil encontrar el final, a menos que uno de los contendientes quiebre y se vea obligado a claudicar. Nada hace pensar en algo semejante, aunque sea evidente que Rusia acabará venciendo y Ucrania vivirá el penúltimo episodio de su tortuosa historia. Eso es lo evidente, lo que queda por averiguar y es imposible prever a tres semanas de la invasión rusa es cómo se llegará hasta ahí. Todo va a cambiar, incluso nosotros mismos.
Debemos hacernos a la idea de que estamos en el frente y que formamos parte de los que se defienden frente a quienes atacan, y convencidos de que el enemigo no es sólo un enemigo político sino un ejército numeroso y bien armado, dirigido por un individuo que si pudiera nos eliminaría del paisaje sin muchas contemplaciones, igual que hizo con sus opositores. No es equidistante sólo quien quiere sino quien puede. Aunque a algunos les pondrá los pelos de punta, la verdad -que es la primera víctima de una guerra- exigiría recordar que el liberalismo pacifista de los años 30 del siglo pasado tuvo que asumir su prueba más arriesgada de defender la República española democrática, atacada por un golpe militar fascista. No es extraño que Putin instrumentalice el término “fascista” para referirse al Gobierno de Ucrania salido de unas urnas más transparentes que las suyas. ¿Habrá que recordar ahora el calificativo de “fascista”, tan prodigado por los ahora equidistantes para referirse a sus adversarios políticos? El joven policía ruso que detiene a una nonagenaria que sufrió el nazismo y el estalinismo, acusándola de “apoyar a los fascistas ucranianos”, quedará como símbolo del tiempo desvergonzado que sufrimos.
Hay palabras que mueren por desuso y otras que cambian de sentido al usarlas pródigamente. Vladimir Putin convertido en denunciador de “fascistas” debería hacer pensar a los empoderados ideológicos. El fascismo postmoderno bebe en los tópicos de la actual izquierda funcionarial y esta invasión los desnuda. Por muchas taras que tenga la corrupta democracia ucraniana podría convertirse en referente ante la autocracia de Putin, tan difícil de definir en términos políticos. Al régimen ruso actual es más fácil calificarlo por lo que no es que por lo que es.
Pequeños detalles, grandes significados. La secuencia emitida por el Kremlin en la que Putin humilla a su jefe de Seguridad Exterior, Naryshkin, con apenas dos preguntas capciosas e intimidantes es un ejemplo de aquel estilo que prodigaba Stalin con sus servidores del Soviet Supremo, el mismo que convirtió a Bujarin en un guiñapo ante sus inquisidores, el mismo que era capaz de reprochar a Pasternak que no defendiera con ardor a su amigo Mandelstam, al tiempo que lo mandaba a morir en Siberia. Ahora se mata de manera más sofisticada. Un régimen tiránico tiene la hechura de un sistema fascista y la teórica no nos exime de responsabilidad al blanquearle alegando que el enemigo hace otro tanto, pero de otro modo. La tiranía de Putin no procede de ninguna maldad congénita sino de una forma de ejercer el poder, un régimen a la búsqueda de calificativo académico pero susceptible de superar nuestras banalidades analíticas. ¿Quién se inventó que estábamos ante una guerra relámpago fracasada cuando ni siquiera utilizaron su incontestable fuerza aérea hasta el séptimo día? Mala cosa ridiculizar al enemigo.
Tres años de cárcel por llamar “guerra” a lo que el poder disfraza de “operación especial” es un reto no apto para la tropa mediática. De ahí el valor de periodistas como Marina Ovsianikova rompiendo el discurso oficial en su televisión. Entretanto, nuestro rebaño tertuliano augura una rebelión en Rusia. Hubo dos y ambas tras derrotas guerreras (1905 y 1917). El hambre, las privaciones, la corrupción…todo puede ser cubierto por el miedo. Nosotros sabemos algo de eso. Un hombre que se jacta de humillar a sus colaboradores o se exhibe en una mesa a 15 metros de Macron, ejerce de estadista. Los hombres de Estado no son por principio “caballeros de honor”, digan lo que digan luego sus biógrafos. Son por esencia delincuentes a distancia, con la propiedad de dictar leyes y decidir conductas. Es privilegio que les otorga el Estado al que dicen servir y que sobre todo les sirve a ellos.
Apoyar a Ucrania en este momento es un deber antifascista, si es que la palabra fascista tiene ya un significado de tanto como se ha manoseado para enmascarar prácticas antidemocráticas. La deriva de esta guerra es seguro que irá cambiando las palabras, es lo menos de lo que nos espera. Pero hoy y aquí resulta así. Los pequeños detalles se nos escapan ahogados en tanta catástrofe. No deja de ser sarcástico nuestro empeño en magnificar la “confiscación” de los yates de los oligarcas rusos. No me cuesta imaginármelos descojonándose de risa y ahítos de champán; la vodka es bebida de pobres, en Rusia cuando se tienen medios se bebe coñac. No sé a quién quieren engañar nuestros medios de comunicación cuando dan por audaz la prohibición de artículos de lujo. La monótona letanía sobre el desmoronamiento de la economía rusa será tan cierta como la que nos castigará a nosotros. Ya la estamos empezando a sentir.
Cuando uno escucha al guiñolesco Stoltenberg tartajear sobre “el precio muy alto” que pagará Rusia por la agresión, uno no puede evitar acordarse de Javier Solana, quizá porque la OTAN, una organización de militares, debe hacer un casting para elegir a sus Secretarios Generales; de preferencia, altos e inocuos. Llevaban décadas haciendo lo que les petaba, sin enemigo que temer, en “muerte cerebral”, que decía Macron con conocimiento, y hete aquí que ahora, en 2022, se ven obligados a mirarse a sí mismos y recomponerse. Se les acabó el fin de la historia, ahora se ven obligados a hacerla, aunque sea sobre la tierra de Ucrania, martirizada en millones de refugiados y una guerra implacable de la que sólo intuimos dos certezas, que sus efectos serán duraderos y que dejará muchas víctimas.
Me gustaría saber, a mí y probablemente a muchos que lo ignoran, quién le propuso a Ucrania ingresar en la Alianza Atlántica, en 2008. Algunos ucranianos se lo creyeron pensando que todo era posible; la OTAN y luego la Unión Europea, y en vecindad con la Rusia de Putin, que no es ya la de Gorbachov o Yeltsin. Aquel talento geopolítico debería estar en busca y captura, aunque nadie lo cite. Estos pequeños detalles ensombrecen aún más la tragedia del momento.
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