Creo que vivimos encima de un sobreentendido. Si la palabreja fuera un edificio, cabríamos todos. Y todas. Sobreentendemos lo que nos quieren decir, lo que nos están sugiriendo e incluso lo que nos han dicho y estamos esperando escuchar. Sobreentendemos los insultos, de forma especial cuando te llaman estúpido sin citarte. Pobre Yolanda Díaz, hasta que no mate al padre, el padre seguirá instalado en el insulto, ese que siempre que antecede a la mentira. Primero dispara, luego apunta. Después termina dando explicaciones en una radio, por lo general catalana.
Cuando uno escucha a Felipe VI, por ejemplo, sabe perfectamente lo que querría para el país que reina. Ni lo dice ni lo nombra, sugiere. Y lo mismo si se trata de la presidenta de Madrid. Cuando Isabel Díaz Ayuso no se refiere a Feijóo, pero quiere que los demás sepamos de quien está hablando, entonces aparece el sobreentendido como un juego caprichoso en el que ella siempre está presente y disponible, por lo que un día pueda pasar en el PP. Pierde toda su energía cuando huye del sobreentendido y afirma que Sánchez quiere meter en la cárcel a la oposición, como hacen en Nicaragua. Entonces el sobreentendido decae y se queda en humo ante el brochazo grueso y ordinario de la presidenta. La hipérbole no funciona. Acusar desaforadamente a Pedro Sánchez sólo le beneficia a él, y hace que todos sus desatinos -que son muchos y variados- parezcan cosa menor. Me gusta la forma en que administra los sobreentendidos el presidente de Castilla La Mancha. Emiliano García Page no recurre a lo explícito para referirse a Pedro Sánchez, pero es evidente que no hace falta que nos diga lo poco o nada que le gustan algunas de sus cosas. Buen epítome de Cervantes, se le sobreentiende mejor que se explica.
Pero en esto de los sobreentendidos siempre hay una cierta gradación. Hay quien los utiliza de forma muy sutil y elegante, y hay quien los administra de manera ordinaria y provocadora. Son tan obvios que resultan escandalosos. Son tan escandalosos que llegan a ser provocadores. Y son tan provocadores que rozan la cobardía. Eso es lo que pensé de Pablo Iglesias cuando vi su actuación -diletante periodista, actor gris, político inane, todo en el mismo papel- en un teatro el pasado fin de semana, en la llamada Uni de Otoño de Podemos. Normal que quien actúa en una Uni luego no tenga plaza de profesor en la Universidad. Juegos de la edad tardía, que diría Luis Landero.
Iglesias es ya el líder empeñado en destruir un partido de amiguetes en el que sólo unos cuantos, a la cabeza su pareja, le siguen emocionados
La verdad es que hacía mucho tiempo que no veíamos la marca Podemos en solitario, así, sin el Unidas, y eso es lo que ha venido a confirmar Iglesias en su último acto. Que hasta ahí han llegado los morados. Lo decide él, y sólo él, mientras su pareja le aplaude emocionada y el personal hace lo propio mientras entona la lista de los reyes godos: Ataúlfo, Sigerico, Walia, Teodoredo, Turismundo…. Iglesias es ya el líder empeñado en destruir un partido de amiguetes en el que sólo unos cuantos, a la cabeza su pareja, le siguen emocionados. Llegó asegurando que los partidos políticos eran el pasado, casta imperfecta y viejuna. Podemos es otra cosa, decía el artista desde el escenario, y ahora llama estúpida a Yolanda por pretender liderar una formación política lejos de la estructura de un partido.
Toda su intervención la hizo alrededor de un nombre, Yolanda Díaz, pero Iglesias no la nombró, no la mentó, y sin embargo la destrozó. O eso intentó. Dio por sobreentendido que Yolanda Díaz llegó a la política por generación espontánea, que es una especie de aparición sin padrino. Y hasta puede que las más de mil personas que aplaudían mientras recitaban la lista de los reyes godos que se lo creyeran. O no, porque, aunque el orador no lo perciba, también los aplausos se sobreentienden. Respétanos, te hemos hecho vicepresidenta, se lamentaba. No, mire no, deje el mayestático: Iglesias la hizo vicepresidenta. Fue su voluntad. Su dedo caprichoso y versátil. Y en consecuencia es su error. Ahora la toma contra la progresía mediática, que un día lo aupó y le dio voz. Señala a periodistas. Ataca a quien no puede defenderse. Pero ya no engaña a nadie: Podemos, un partido que tuvo 72 diputados y cinco millones de votos se ha convertido en el club de fans del podcast de Pablo Iglesias. Lo dice Ramón Espinar. Un vendido, claro; otro fascista de tomo y lomo. Sí, hay quien cree que las novelas buenas han de tener finales tristes.
Yolanda Díaz está donde está porque la puso Iglesias. Sánchez no la nombró, y en consecuencia tampoco la puede cesar. Ahora quiere hacernos olvidar que esa decisión no llegó a tomarla, o que la tomó hace ya mucho tiempo. A mí me recuerda la forma de escabullirse de su responsabilidad a la manera con que Hemingway regalaba la fórmula de los daiquiris que engullía: un buen chorro de ginebra, una aceituna en un palillo y una mirada más bien ligera y distante a la botella de vermut.
Sólo un estúpido puede creer...
En fin...Qué sería de nosotros sin el dichoso adjetivo. Qué sin el sobrentendido, sin lo obvio, sin aquello que no nombramos, pero nos hace ser entendidos. Yolanda Díaz guardó silencio el lunes, como si no hubiera sido atacada, insultada: Sólo un estúpido puede creer…Ella responde con un autoelogio, otro sobreentendido:
-¿Qué le parecen las palabras de Pablo Iglesias?
-Me estoy dejando la piel por mi país.
Hoy llueve y mañana hace frio. Vale. Creemos que el mundo está hecho de verdades y mentiras, de claros y oscuros, pero no es así. Entre medias está la vida. Al menos esa que algunos quieren vendernos como ideal estando como están cerca de la impostura. También a Núñez Feijóo se le sobrentiende bien cuando asegura que Orwell escribió su novela 1984 en el año 1984. O cuando Pedro Sánchez confunde a Fray Luis de León con San Juan de la Cruz. Todo es ayer en España. ¡Dichosos sobrentendidos cuando vienen acompañados por el desliz! ¡Qué manera de desnudar almas! Y cuerpos. Y políticos.
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