El 26 de julio de 2012, arrasados los mercados de deuda y profanados los mecanismos de transmisión de la política monetaria, entró el presidente del Banco Central Europeo en una conferencia en la City londinense y, ante algunos de los bancos y fondos de inversión más importantes del mundo, afirmó que haría “todo lo que fuera necesario” para salvar a su dios, que era una moneda única. El texto de ese discurso gozó de una veneración especial y quienes lo leyeron y releyeron dieron en olvidar que el autor se limitó establecer una excepción a la política monetaria habitual, y no una regla.
Diez años después, tras una pandemia mortal, la sucesora de aquel presidente no dudó en repetir las palabras mágicas. La Comisión se encargó de suspender la aplicación del Pacto de Estabilidad y Crecimiento durante varios años, y la compra de deuda pública se convirtió en una peligrosa costumbre. Pero en materia teológica no hay novedad sin riesgo, y cuando se impuso la inflación de oferta, derivada de la ruptura de las cadenas de valor y los altos precios de la energía exacerbados por la invasión de Ucrania, se confirmó que no hay herejía más peligrosa que la que se confunde con la ortodoxia.
Lanzaban el peligroso mensaje ante los sacerdotes de Bruselas de que estaban dispuestos a incrementar los gastos permanentes sin anunciar cómo los compensarían con otros ingresos
En España, una región con niveles de déficit estructural y deuda peligrosamente asentados, los teólogos económicos se enzarzaron en una disputa sobre las políticas más apropiadas para una circunstancia que parecía novedosa, pero que tenía fuertes semejanzas con ciclos pretéritos. Los teólogos del gobierno, animados por el buen ritmo de los Fondos de Recuperación y Resiliencia, se empeñaron en actualizar las pensiones con el IPC, incrementar el salario de los funcionarios y rebajar el coste del combustible. Por el lado de los ingresos, se limitaron a encargar un largo y prolijo Libro Blanco para la reforma fiscal, cuyos resultados no fueron muy distintos del informe encargado años antes por otros teólogos gubernamentales de signo contrario (y que terminaría arrumbado en un cajón). Lanzaban así el peligroso mensaje ante los sacerdotes de Bruselas y de los mercados de que estaban dispuestos a incrementar los gastos permanentes sin ni siquiera anunciar cómo los compensarían con otros ingresos igualmente permanentes.
Mientras tanto, los teólogos de la oposición, que querían superar a los del gobierno para ganarse el favor del pueblo y poder sustituirlos, anunciaron que lo urgente era reducir o deflactar impuestos. Obviaron el riesgo de que la demanda inducida por la rebaja impositiva, en un contexto de restricciones de oferta, exacerbase la inflación, y no especificaron en qué medida los incrementos de recaudación eran temporales y, por tanto, susceptibles de compensación sin aumentar el déficit estructural. Prefirieron, sin embargo, no entrar en asuntos espinosos como la actualización de las pensiones o la vinculación de gasto y esperanza de vida, por miedo a excitar las bajas pasiones de los ciudadanos.
Lamentaba la Comisión la inexistencia de “una senda de consolidación creíble” para ayudar a reducir su déficit estructural a medio plazo y anclar las expectativas a largo plazo
Cuando ya las nubes amenazaban tormenta, la Comisión publicó su informe país sobre España dentro del Semestre Europeo, en el que, si bien celebraba el cumplimiento de los hitos establecidos en el Plan de Recuperación, advertía de la existencia de un “alto riesgo de sostenibilidad fiscal a medio plazo”, con una deuda pública prevista para 2032 cercana al 116%. Lamentaba la Comisión la inexistencia de “una senda de consolidación creíble” para ayudar a reducir su déficit estructural a medio plazo y anclar las expectativas a largo plazo, algo que ya venían reclamando de forma insistente los teólogos independientes del Banco de España y la Autoridad Fiscal.
Los teólogos gubernamentales, sin embargo, no se dieron por aludidos ni supieron leer entre líneas la sutil advertencia de la Comisión de que la senda de deuda era “sensible a distintos escenarios, muchos de ellos de alto riesgo” y de que la reducción de la deuda hasta niveles razonables en 15 años requeriría un radical ajuste de más de cinco puntos en el saldo estructural. Tampoco aceptaron las críticas de la Autoridad Fiscal sobre las debilidades del Plan de Estabilidad, ni ofrecieron un marco de “planificación fiscal a medio plazo” como ésta les reclamaba. Se limitaron a celebrar el cumplimiento estricto de los hitos y a minimizar los riesgos en el horizonte, como si la estabilidad financiera dependiera sólo del examen periódico de indicadores por organismos europeos, y no de la prudencia del buen gobernante ante posibles imprevistos. Los teólogos de la oposición, mientras tanto, temerosos de que cualquier plan de sostenibilidad fiscal pudiera implicar también subidas impositivas o eliminación de beneficios fiscales, prefirieron insistir en la demanda de menores impuestos y otros factores totalmente desvinculados con la reducción del déficit estructural.
Adquisición masiva de deuda
Mientras tanto, el Banco Central Europeo, en cuyos textos sagrados se establece de forma clara que su “objetivo primordial” es “mantener la estabilidad de precios”, y supedita legalmente a éste cualquier otro objetivo (a diferencia de la Reserva Federal de Estados Unidos, que se propone a un tiempo “promover de forma efectiva los objetivos de pleno empleo, precios estables y tipos de interés a largo plazo moderados”), acabó por asumir que la única forma de anclar las expectativas era terminar con la adquisición masiva de deuda pública de Estados miembros y elevar los tipos de interés. Los mercados, poco a poco, comenzaron a diferenciar entre países con más y menos deuda y con mejores y peores planes de consolidación fiscal a medio plazo, y abandonaron la deuda de los países débiles refugiándose en la de los países fuertes. Mientras los teólogos se enzarzaban en detalles secundarios que no reducían el déficit estructural, las primas de riesgo comenzaron a divergir.
El final de esta historia, como el de la original de Borges, sólo es referible en metáfora, ya que pasa en el reino de los mercados, donde no hay tiempo ni las rentabilidades pasadas garantizan rentabilidades futuras. Tal vez cabría decir que los mercados se interesan tan poco por las miserias de la política nacional que no distinguieron entre los teólogos del gobierno y los de la oposición. O más correcto sería decir que, para los insondables mercados financieros, todas las formas de deuda española (la derivada de un exceso de gasto estructural y la derivada de una insuficiencia de ingresos estructurales) formaban una sola deuda.
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