Opinión

Luis de la Fuente y la leyenda del conejo

Luis de la Fuente Castillo nació en Haro (La Rioja) el 21 de junio de 1961. Es uno de los cinco hijos que tuvieron Alberto de la Fuente, marino mercante natural de Bilbao, y su esposa Berta Castillo, Berti, que toda la vida llevó

Luis de la Fuente Castillo nació en Haro (La Rioja) el 21 de junio de 1961. Es uno de los cinco hijos que tuvieron Alberto de la Fuente, marino mercante natural de Bilbao, y su esposa Berta Castillo, Berti, que toda la vida llevó una mercería en Haro que ahora se ha transformado en “boutique”. La lleva Ana, hermana de Luis. Toda la familia paterna de De la Fuente es de Bilbao, pero el muchacho vivió en Haro toda su infancia y juventud.

Desde chaval fue alegre, risueño, bromista pero también discreto, casi tímido a veces, y lo que suele llamarse buena gente. Conserva cuidadosamente los amigos de entonces (y los de después), que aseguran que en Haro nadie va a hablar mal de él. Pero sobre todo destacaba, en su infancia y juventud jarrera, por una espectacular mata de pelo oscuro y rizado que parecía hermanarlo con la Guardia Real británica, que luce unos grandes y llamativos morriones de pelo de oso negro del Canadá. Esa sobreabundancia capilar, que Luis completó en cuanto pudo con un frondoso bigote, fue disminuyendo con los años… hasta su casi total extinción, sin que de ello se pueda culpar (al menos en este caso) al cambio climático.

La vida de Luis de la Fuente se ha construido en torno al fútbol. Rara vez le interesó otra cosa. Su padre era socio del Athletic de Bilbao y Luis le acompañaba a San Mamés cada vez que podía. Y solía poder. Por sus venas, desde niño, corre un torrente de sangre que no es enteramente roja sino a rayas rojas y blancas: el Athletic es el equipo de su vida. Allí hizo los amigos con los cuales construiría su futuro.

Las primeras patadas a un balón se las dio en el patio de la casa de su abuela, en la plaza de la Paz de Haro, donde Luis y sus amigos se pasaban las horas jugando. Las segundas, en El Mazo, el complejo que alberga al Club Haro Deportivo, que fue donde empezó de chaval. Pero ocurrió algo sorprendente: el legendario Piru Gaínza, una de las columnas que sujetan la historia del Athletic de Bilbao, le vio jugar (ambos bregaban en la banda izquierda) y decidió llevárselo a la cantera del club bilbaino, en Lezama. Ahí empezó su carrera.

Tenía 17 años cuando saltó al campo con el filial, el Bilbao Athletic, que dirigía otro de sus grandes y providenciales amigos de siempre: Iñaki Sáez. A los 19 debutó con el equipo grande, los “leones”, si bien es cierto que en un partido de Copa que hubo que jugar contra el Castro (de Castro Urdiales, Cantabria), que hoy sigue en las divisiones regionales. Ganaron por 5 a 1 y el entrenador que le llamó fue, de nuevo Iñaki Sáez. Anduvo dos años más flotando entre las aguas del equipo grande y las del filial, hasta que Javier Clemente lo instaló definitivamente en el primer equipo, en 1982. Fue una época gloriosa para el Athletic. Luis de la Fuente estaba en la gabarra que bajó por el Nervión en 1983 y en 1984, para celebrar las dos últimas Ligas que ha ganado el club de San Mamés. En ese último año ganaron también su 23ª y última (hasta ahora) Copa del Rey.

Luis de la Fuente jugó siete temporadas en el Athletic. Su estrella empezó a declinar, quizá al tiempo que perdía pelo, como Sansón. Decidió cambiar de aires e irse al Sevilla… gracias a otro amigo vasco, Xabier Azkargorta. Pero Iñaki Sáez volvió a llamarle y regresó, ilusionado, a San Mamés. No funcionó. Acabó en el Alavés, en segunda división, donde se retiró en 1994. Nunca jugó con la selección nacional.

Su carrera como entrenador fue más bien gris. Al principio dirigió a equipos muy modestos como el Portugalete, el Aurrera de Vitoria o los juveniles del Sevilla. Unas veces concluía su contrato, otras se iba y otras lo echaban, que es la maldición bíblica de todos los entrenadores. Anduvo por el Bilbao Athletic. Por el Alavés. Todo así, en la zona de penumbra.

Hasta que hace diez años, en 2013, se le volvió a aparecer quien parece haber sido su ángel de la guarda durante décadas, Iñaki Sáez, y logró que le contratasen –sin grandes méritos ni currículum, esa es la verdad– en la Real Federación Española de Fútbol para hacerse cargo de las categorías inferiores, las de los críos. Eran los tiempos de Ángel María Villar, presidente comparado con el cual el hoy denostado Luis Rubiales sería San Francisco de Asís predicando bondadosamente a los peces.

Bajo la dirección de Luis de la Fuente, la selección sub-19 ganó la Eurocopa de 2015. La víctima fue Rusia y el partido se jugó en Grecia. Jamás, en toda su vida, De la Fuente había logrado un éxito ni remotamente parecido. Nadie se lo explicaba pero no sería el único ni mucho menos. Los sub-18 lograron el oro en los Juegos Mediterráneos de Tarragona, en 2018. Ese año, tras la marcha de Albert Celades (que llevaba cuatro años en el puesto), De la Fuente se hizo cargo de los sub-21 y los chicos lograron, en Italia, la quinta Eurocopa de esa categoría, tras vencer a Alemania. También en ese año llegó a la presidencia de la Federación el canario Luis Rubiales, quien, antes de convertirse hace poco en la suma de todos los males sin mezcla de bien alguno, como decía el catecismo del padre Ripalda, fue un excelente gestor y presidente del fútbol español, como reconocen todos los interesados en ese deporte.

Fue Rubiales quien se deshizo de Luis Enrique como seleccionador nacional, tras el fracaso del mundial de Catar (2022), y quien llamó inmediatamente a Luis de la Fuente para sustituirle. Fue su voluntad y la de nadie más. De la Fuente no tardó ni cinco segundos en decir que sí. No le ha dado tiempo a hacer mucho. España está peleando por la Eurocopa de 2024 y ha ganado la Europa Nations League, un torneo aún muy reciente. No era mal comienzo.

Y en esto llegó el beso.

En el Mundial femenino de Australia-Nueva Zelanda, el presidente de la RFEF perdió completamente los papeles tras la victoria de España y, destapada su verdadera naturaleza por la euforia del momento, se agarró los genitales (bien es cierto que por encima del pantalón) delante de la Reina de España y le propinó a la jugadora Jennifer Hermoso un beso en los labios que ella ni había pedido ni quería. Ambas acciones fueron impresentables, en eso está de acuerdo todo el mundo. Menos él.

Desatada la tormenta, como era no solo esperable sino totalmente justificado, la Federación celebró una asamblea extraordinaria en la que se trató este sórdido asunto. En primera fila estaban, entre otros, Luis de la Fuente y Jorge Vilda, responsable de la selección nacional femenina: las heroínas de Sídney. Se había difundido por todas partes que en aquella asamblea Rubiales iba a dimitir. Todos los asistentes lo esperaban. Por ese motivo, al principio, se le dedicaron algunos aplausos entre corteses y fúnebres. Pero en el momento clave, Rubiales contó un cuento inverosímil sobre cómo había ocurrido lo del beso y aulló repetidas veces que no pensaba dimitir. La mayor parte de los presentes se puso en pie y volvió a aplaudir, esta vez con el gesto clásico de los antiguos procuradores en Cortes que deben su puesto y su sueldo al “caudillo” que les habla.

Uno de los aplaudidores fue Luis de la Fuente, cuya cara era muy parecida a la del “San Pedro en lágrimas” de José de Ribera, El españoleto: demudado, serio, visiblemente incómodo y sudando miedo por todos los poros. Pero aplaudió, como todo el mundo. Unos dirán, viendo las imágenes, que le podía el entusiasmo y el fervor por quien le había nombrado seleccionador nacional: le debía su puesto y su sueldo. Otros dirán que no le llegaba la camisa al cuerpo y que tenía más miedo que vergüenza. Él mismo, cuando le tocó volver a presentarse ante la Prensa para anunciar qué jugadores había elegido para los próximos compromisos, dijo que aquellos aplausos (los más difíciles y caros de su vida) habían sido un tremendo error, un error injustificable. Pidió perdón veinte veces, por activa, por pasiva y por perifrástica. Pidió perdón, atemorizado, contrito y pesaroso, casi con lágrimas en los ojos.

Y dijo que no tenía por qué dimitir. Que él no había besado a nadie sin su permiso. Que se había limitado a aplaudir, que fue lo que hizo todo el mundo en aquella asamblea siniestra y surrealista.

A fecha de hoy, Luis de la Fuente sigue siendo seleccionador nacional de fútbol: no ha sido arrastrado (de momento, de momento) por la furia inquisitorial que parece haberlo inundado todo y a todo el mundo, como un tsunami desencadenado por un beso robado, impuesto, chulesco y sonrojante… que dio una sola persona, no cincuenta. Pero ese beso, como la peste, parece haber contaminado a todos los que andaban por allí cerca. De momento, siempre de momento, De la Fuente se ha salvado. Pero sigue teniendo muchísimo miedo. No hay más que verle la cara.

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El conejo común o conejo de monte (Oryctolagus cuniculus) es una especie de mamífero lagomorfo de la familia de los lepóridos. En su versión más antigua, de hace al menos dos mil años, solo existía en la Península Ibérica: los romanos se quedaron muy sorprendidos cuando llegaron aquí y vieron correr a los conejos por todas partes. De hecho, hay quien sostiene (falsamente) que la etimología de la palabra “España” significa “tierra de conejos”. No es verdad, pero quién negará que es bonito.

Es un bicho pequeño (como mucho, medio metro de largo y dos kilos de peso), que tiene unas orejas largas y extremadamente eficaces para oír lo que ocurre a su alrededor; y además unas patas fuertes que le permiten alcanzar velocidades extraordinarias para su tamaño.

Una leyenda muy antigua cuenta cómo el Creador, tras dar vida a los distintos animales, les fue otorgando dones, virtudes, propiedades y cualidades que les permitiesen sobrevivir. Al zorro le concedió la astucia. Al león, la fuerza. Al lobo, la fiereza. Al toro, la resistencia y la bravura. Así uno por uno, hasta que todos pasaron ante él. Cuando ya suponía el Creador que habían desfilado todos y que había concluido el trabajo, vio, sentado ante él y mirándole, al pequeño conejo.

–¿Y qué haces aquí tú? –dijo el Señor– Ya he repartido todos mis dones. No sé si me queda algo para darte, ¿qué es lo que quieres?

–Oh, Señor –dijo el conejo–, yo me conformo con poco. Dame unas patas fuertes que me hagan correr muy deprisa. Dame unas orejas largas que me permitan adivinar desde lejos la presencia de mis enemigos. No hace falta que me concedas una melena larga, negra, rizada y abundante, porque sé que luego se me caerá.

–Bien, concedido –dijo el Creador–, la verdad es que no pides mucho. ¿Ya está? ¿No deseas nada más?

–Sí, oh Señor –gimió el conejo–, me falta lo más importante. Te pido que me concedas algo que no te ha pedido nadie. Otórgame, Señor, el don del Miedo. Un miedo invencible, un terror insuperable que me permita usar mis orejas y mis largas patas para echar a correr a toda velocidad y escapar de los peligros, aunque sea aplaudiendo. El Miedo será lo que salve mi vida.

Y el Creador, algo sorprendido pero contento, concedió al conejo el miedo más escalofriante que poseyera ningún otro animal que poblase la tierra. Hoy el conejo es un animal que prospera, abundante, saludable y siempre asustadísimo, en toda Europa. También en Australia, pero eso es otro asunto que nos llevaría muy lejos.

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