Cada vez que Luis Landero anuncia nueva novela empiezo a sentir una sensación que me reconcilia con la alegría de vivir. Y digo bien, la alegría, que uno, tal y como le pasa al escritor, tiene desde hace mucho descatalogada la palabra felicidad. Si no eres un inconsciente, la vida te enseña enseguida las cosas a las que razonablemente puedes aspirar y las que hay que descartar, si bien estas últimas son más intrincadas a la hora de reconocerlas. Tengo esperándome encima de mi mesa su última novela, Una historia ridícula. Ahí lleva el libro unos pocos días desde que salió a la venta, y sobre él hay un sentimiento, una sensación de avidez que me retrotrae a mi infancia, cuando no quería estrenar las cosas que me regalaban por miedo a que se rompieran o gastaran. ¿Qué más le puede pedir uno a un libro que aún no ha leído y cuya premonitoria alegría por leerlo lo devuelve a sensaciones infantiles?
El escritor ha inventado la historia de un hombre llamado Marcial, un tipo que se tiene en muy buena estima y que aspira a enamorar a una mujer de una categoría social que no le corresponde, y que dice cosas como esta: "No creo que haya belleza que no encubra un fondo de horror". Bien, dejemos el argumento para el disfrute de aquellos que se quieran dar un festín literario. Estos días, Landero anda en promoción. He leído algunas entrevistas, pero ha sido la que en ABC le ha hecho Inés Martín Rodrigo la que he seguido con más atención. No sólo por lo que dice como escritor, sino por las cosas que traslada como ciudadano. No es lo mismo escuchar en su voz que "en este país hay algo de cainismo, de malevolencia, estamos como malditos para la convivencia", que escuchárselo a Pablo Casado, a Pedro Sánchez o al diputado bobo del PP que votó por error la reforma laboral que su partido denostaba. En realidad, aunque lo dijeran -o incluso aunque lo pensaran-, daría igual porque forman parte de eso que dice Landero. Están en el cuarto de máquinas.
¡Vaya melonar!
Una de las cualidades del escritor -una de las muchas que tiene-, es que en un país tan polarizado como el nuestro, sus lectores son tan variados como pueda serlo la propia vida. Vaya, y lo diré pronto, que con él no habría un debate en un Ayuntamiento acerca de la oportunidad de dedicarle una calle. Por eso, cada vez que habla, más allá del universo fascinante de sus novelas, uno tiende a recogerse en lo que dice y en la forma en que lo dice.
Y dice que nunca hemos tenido unos políticos tan ineptos e irresponsables. Y recuerda a Unamuno cuando señaló a los de su época con brillantez: "¡Vaya melonar!", con lo que se confirma que el mal es casi bíblico para los españoles de antes y de ahora. Y dice que a veces le puede el desánimo. Y dice, también, que va a sitios donde se da cuenta de que la gente no se parece a los habitantes del melonar, que son de otra manera.
Bibloquismo agotador
No se ha cumplido todavía una semana de la bochornosa sesión en la que se aprobó la reforma laboral, y sin embargo la sensación de chapuceo y vergüenza vivida desde entonces se van lentamente agrandando. Solamente los políticos tienen la llave para que los ciudadanos recuperen algo de confianza. Nuestra democracia es débil, imperfecta, pero lo son aún más nuestros representantes. Con frecuencia solemos afirmar que son iguales al resto, y uno ya va teniendo razonables dudas de que esto sea verdad. No lo es. Y tal y como están las cosas hay razones para que muchos se sientan razonablemente insultados en la comparación.
Todos, como señala el escritor, conocemos gentes más sensatas que el diputado fontanero del PP que no sabe votar. Personas más serias y con principios más sólidos que esos dos diputados mentirosos de UPN. Y sabemos de hombres y mujeres, trabajadores, que hoy estarían inquietos y nada satisfechos con una ley aprobada a trancas y a barrancas. Incluso hoy cuesta entender la emoción y la alegría del presidente y sus dos vicepresidentas tras una votación que salió adelante a base de mentiras, impericias y disparates, y de incierto futuro a la espera del Constitucional o a una eventual victoria del PP. ¿Hasta cuando durará la farsa y el esperpento en la política nacional? Sectarismo, cobardía, incongruencia son las señas de identidad de este bibloquismo agotador que, pensemos lo que pensemos, no nos merecemos.
El menguante Pablo Casado
Hoy las encuestas sobre las elecciones del domingo ponen de los nervioso a Pablo Casado. Normal, todas le anuncian lo que parece que no quiere: depender de Vox. Pero eso es lo que va a pasar, y por esa razón haría bien en aclarar de una vez cuál su posición. O con los de Abascal o sin ellos. O está con la extrema derecha o se reafirma en lo que el PP parece ser los días que hablan los presidentes de Galicia o Andalucía, un partido de centro derecha tan conveniente para España. Para eso hace falta algo de voluntad, y un poco de valentía, y menos geometría variable según las circunstancias. ¿Qué es el señor Casado, qué el PP? Sabemos de sus dos almas. Sabemos también que es imposible alcanzar la victoria si la mirada está puesta en la persona que tu partido puede sentar en la silla presidencial si las encuestas -sobre todo la del Cisgarabís de Tezanos-, se confirman el domingo. El lío casi metafísico entre el adversario y el enemigo es muy español. Muy de este melonar.
En Cuba aciertan siempre al votar
El pasado fin de semana Casado comparó España con Venezuela, Nicaragua y Cuba a propósito de cómo se ha votado la reforma laboral. Es este Casado el que despista e inquieta. A veces, cuando se rodea de ovejas y cabras, luce cándido e ingenuo. Y noble. Cuando le dan cuenta de las últimas encuestas es un lobo pugnando por el territorio abonado por Vox. Comparar nuestro Parlamento con el de Cuba es un insulto por mucho bochorno que viviéramos el jueves pasado en nuestro Congreso. Y lo es, sobre todo porque allí no tienen un diputado bodoque; allí no se equivocan nunca al votar. ¿Nota la pequeña diferencia el menguante líder popular? Ni Abascal ha llegado tan lejos. Empiezo a pensar que los desajustes y exageraciones en Casado son una misma cosa: torpeza.
Abro el libro de Landero. Entro en un mundo verdadero, lejos del melonar que habitan nuestros políticos. Seguro, además, de que el escritor tiene razón: muchos españoles no se parecen a los que nos gobiernan o pretenden hacerlo. Suelen ser serios, decir la verdad y cumplir con la palabra dada. Y sobre todo, son capaces de hacerse entender cuando quieren decir sí y cuando quieren decir no. ¡Y que viva Trujillo y sea lo que Dios quiera!
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