Luiz Inácio Da Silva (Lula es diminutivo de Luiz, pero hoy está incorporado a su nombre legal) nació en la aldea de Caetés, estado de Pernambuco (Brasil), el 27 de octubre de 1945. Fue el séptimo de los ocho hijos que tuvieron Aristides Inácio da Silva, labrador y luego estibador portuario, y su esposa, Eurídice Ferreira de Melo. La familia se trasladó a São Paulo cuando Lula tenía nueve años. El niño siempre quiso mucho a su madre, pero no a su padre; el hombre tenía un problema de alcoholismo y Lula le tenía por un “pozo de ignorancia”, como diría después. Además, Aristides había viajado a la gran ciudad varios años antes, al poco de nacer Lula; cuando Eurídice y los niños llegaron allí, se encontraron con que el marido había formado otra familia con otra señora. ¿Qué hacer? Pues vivieron todos juntos durante bastante tiempo.
Lula da Silva no tiene formación académica. Esto se lo han echado en cara cien veces sus rivales políticos. Estudió en la escuela elemental hasta los 14 años: apenas cinco cursos en los que demostró ser extraordinariamente inteligente y aplicado, pero su familia necesitaba de todos los brazos y Lula tuvo que ponerse a trabajar desde que era un niño. Hizo de limpiabotas, de vendedor ambulante de naranjas y otras frutas, de recadero en una tintorería, de lo que encontró. A los catorce consiguió trabajo en una fábrica de tornillos que se llamaba Marte. Trabajaba doce horas al día; por eso tuvo que dejar la escuela. Logró hacer un curso de tornero y luego le dieron una beca para estudiar metalurgia. Fue de fábrica en fábrica hasta que a los 21 años lo contrataron en Industrias Villares, una de las más grandes del país. Por entonces se separaron sus padres. Él perdió un dedo casi entero (el meñique de la mano izquierda) en un accidente de trabajo con una prensa hidráulica.
Sus preocupaciones como sindicalista, además de los salarios y de la defensa de los puestos de trabajo, eran la oposición a la dictadura y sobre todo la educación de los trabajadores
En 1968, durante una de las varias dictaduras militares que ha padecido Brasil desde su independencia (esta fue la más larga; en aquel tiempo el presidente era Artur da Costa), uno de los hermanos mayores de Lula, José Ferreira da Silva, fue detenido y, obviamente, torturado. Eso empujó a Lula, que hasta entonces se había limitado a sobrevivir, a meterse en política y en el movimiento sindical. Parecía ser su elemento natural. Hombre de fuerte carácter y gran facilidad de palabra, progresó en la organización y alcanzó la presidencia del sindicato en 1975, abrumadoramente elegido por los afiliados. Sus preocupaciones como sindicalista, además de los salarios y de la defensa de los puestos de trabajo, eran la oposición a la dictadura y sobre todo la educación de los trabajadores.
Lula organizó movilizaciones obreras gigantescas hasta que el gobierno, presidido por el general Ernesto Geisel, tuvo una idea luminosa para acabar con las huelgas: prohibirlas. No era precisamente una innovación (Franco ya lo había hecho en España, por ejemplo, y Salazar en Portugal) pero se lo tomaron muy en serio. O ibas a trabajar o te molían a palos. O a tiros. Como respuesta, en febrero de 1980 Lula fue uno de los fundadores, y el primer presidente, del Partido de los Trabajadores (PT), que entonces se reclamaba trotskista. Y que era ilegal, de más está decirlo. La terrible crisis económica seguía alentando a los obreros a ponerse en huelga, y a los militares a reprimirlos, pero esto último no es fácil cuando en un estadio de fútbol se te meten 80.000 metalúrgicos y tiene que intervenir la Iglesia para evitar una matanza de proporciones incalculables. Esto fue en 1979.
En Brasil, lo que separa a los tres poderes clásicos (legislativo, ejecutivo y judicial) es muy variable. A veces hay un grueso e impenetrable muro de piedra. A veces es un papel de fumar. Y a veces no hay nada, como suele suceder en las dictaduras.
Lula, naturalmente, fue detenido y condenado a tres años y medio de cárcel. Pero aquí hay que mencionar una característica singular de la política brasileña. En Brasil, lo que separa a los tres poderes clásicos (legislativo, ejecutivo y judicial) es muy variable. A veces hay un grueso e impenetrable muro de piedra. A veces es un papel de fumar. Y a veces no hay nada, como suele suceder en las dictaduras. Cuando Lula pisó la cárcel por primera vez, en 1980, acusado de instigar una huelga (¡ilegal!) de 41 días que había movilizado a 300.000 trabajadores, la dictadura militar brasileña se estaba desmoronando bajo el gobierno del general Figueiredo. A alguien se le ocurrió que se podría apelar ante la Justicia la condena de cárcel de Lula. Y funcionó, para sorpresa de muchos o de muchísimos. Los tribunales anularon la sentencia y Lula quedó libre. Aquel tipo bajito, voceón, peludo, casi cejijunto y terco estaba resultando muy difícil de hundir.
Caída la dictadura militar, Lula fue uno de los 16 diputados del PT que obtuvieron escaño en las elecciones constituyentes de noviembre de 1986. En los comicios municipales, el triunfo de la izquierda fue notablemente mayor. Solo faltaba lograr la presidencia.
Eso fue lo que salió mal. En 1989 Lula da Silva fue el primer candidato a presidente que procedía del mundo sindical y que no tenía estudios universitarios, como no se cansaban de repetir sus rivales conservadores. Perdió frente al joven derechista Fernando Collor de Melo. Los medios de la izquierda denunciaron públicamente que había habido fraude electoral. Nunca quedó claro si era cierto, pero lo que sí es incontestable es que los dos candidatos se arrojaron a la cabeza toda la basura y todas las mentiras que pudieron, lo cual tiene su mérito antes de la invención de Twitter. Llegó a producirse el secuestro de un empresario (se llamaba Abílio Diniz) que, cuando lo liberaron, apareció en las fotos oportunamente vestido con una camiseta del partido de Lula. Lula acusó a su rival de corrupción, que entonces no pudo demostrar (años más tarde sí). Triquiñuelas de esta catadura hubo por todas partes y en todas direcciones.
Lula volvió a intentar la presidencia en 1994. Esta vez perdió frente al intelectual socialdemócrata Fernando Henrique Cardoso, que había tenido que exiliarse durante la dictadura pero que había sido ministro de Hacienda con Collor de Melo. Volvió a perder en el tercer intento, el de 1998, ante el mismo candidato.
El abismo de desigualdad entre ricos y pobres se hizo más estrecho. Redujo la población sin escolarizar en casi un 30%. El antiguo trotskista tenía éxito
Pero en octubre de 2002 ya no estaba Cardoso sino su mano derecha, José Serra, y Lula da Silva logró por fin la victoria con el 61%: 52,4 millones de votos, la mayor cantidad de sufragios obtenida jamás por un candidato presidencial (al menos hasta entonces). Cuando tomó posesión dijo, muy emocionado: “Me acusaron muchas veces de no tener un título superior. Ahora recibo el primer diploma de mi vida, el de presidente de mi país”.
No fue el único honor que recibió. Comenzó para el antiguo obrero metalúrgico una época de gloria. Es incuestionable que su política económica, en muy buena parte heredada de su antecesor liberal centroizquierdista, sacó a 20 millones de personas de la pobreza extrema, convirtió a Brasil en la sexta economía del mundo (por delante del Reino Unido) y domesticó la inflación, mal endémico de la república desde siempre. Redujo notablemente el paro el hizo crecer el PIB. El abismo de desigualdad entre ricos y pobres se hizo más estrecho. Redujo la población sin escolarizar en casi un 30%. El antiguo trotskista tenía éxito.
La Fundación Príncipe de Asturias, que no es precisamente una covachuela de leninistas, le concedió el premio a la Cooperación Internacional en 2003, por su “lucha contra la pobreza, la desigualdad y la corrupción, que tanto han hecho sufrir a los desheredados de su país y del mundo entero”. Ya eran dos diplomas. Brasil fue elegida como sede de los Juegos Olímpicos de 2016 y del Mundial de fútbol de 2014. Lula volvió a ganar las elecciones presidenciales en 2006, con un 60,8% de votos en segunda vuelta. El diario francés Le Monde lo eligió como personalidad del año 2009. La revista Time le calificó de líder más influyente del mundo en 2010. Al año siguiente dejó la presidencia a Dilma Rousseff y se le detectó un cáncer de laringe, que superó al precio de quedarse con la voz que tiene ahora, afónica y cavernosa. Llevan años recomendándole que no grite, que no fuerce la voz. Pero hay cosas que Lula no puede hacer. O no quiere.
El juez Sérgio Moro, decidió meter en la cárcel al expresidente Lula da Silva, como fuera y por lo que fuera, usando los métodos que la ley le concede o usando otros cualesquiera. Lo ha perseguido día tras día durante al menos siete años
Y entonces apareció uno de los hombres más importantes en la vida de Lula da Silva: el juez Sérgio Moro. Un joven magistrado con vocación de “juez estrella”, como diríamos en España (aquí de eso también sabemos bastante), que es la demostración empírica de lo que anotábamos más arriba: que, en Brasil, la distancia entre el poder ejecutivo y el poder judicial es, a veces, muy grande, pero otras veces es delgada como una lámina de viento. El juez Sérgio Moro, decidió meter en la cárcel al expresidente Lula da Silva, como fuera y por lo que fuera, usando los métodos que la ley le concede o usando otros cualesquiera. Lo ha perseguido día tras día durante al menos siete años. De su adscripción política personal no cabe la más leve duda: sus ímprobos esfuerzos para acabar con el insumergible obrero metalúrgico fueron premiados con el Ministerio de Justicia por el presidente ultraderechista Jair Bolsonaro.
Moro acusó a Lula de dejarse sobornar (ocho millones de dólares) por la empresa Petrobras, lo que se llamó la operación Lava Jato (autolavado). Moro acusó a Lula de urdir más sobornos con la empresa Odebrecht. Moro acusó a Lula de pedir y obtener de la nueva presidenta, Dilma Roussef, un nombramiento ministerial que le concedía inmunidad. Moro abrió contra Lula diez causas por corrupción, o corrupciones diversas. Moro presionó (ilegalmente) a los fiscales y a los funcionarios para que acosasen al expresidente; como dijo otro juez mucho más tarde, Moro no dudó en usar “tácticas cuestionables e intimidatorias” con los agentes de la Ley. Pero Lula da Silva entró en prisión, por fin, gracias a la sentencia dictada por Moro el 12 de julio de 2017, que hablaba de un apartamento de lujo que supuestamente le había regalado una empresa. Otros jueces aumentaron su condena hasta los 12 años de cárcel. Lula no pudo presentarse a las elecciones de 2018.
Pero el 8 de marzo de 2021, tras muchos meses de una despiadada partida de ajedrez jurídico, la Corte Suprema de Brasil anuló todas las sentencias y condenas contra Lula da Silva, por inconstitucionales. El presidente seguía siendo Bolsonaro y el ministro de Justicia seguía siendo el terrible exjuez Sérgio Moro, pero ninguno de los dos logró impedir la resolución del máximo órgano de la Justicia brasileña. Lula quedó libre.
¿Robó, finalmente, Lula da Silva, o se dejó sobornar, o sobornó a otros? Pues eso quién lo sabe. Alguien que en Brasil robe moderadamente tiene un mérito extraordinario, porque la corrupción ha sido, durante muchas décadas, no una lacra del sistema sino el sistema mismo. Y las repetidas declaraciones del expresidente, feroces contra los corruptos, no demuestran, en realidad, la inocencia de nadie. Si robó o no robó es algo que entra ya en el mundo de las creencias, no en el de las certezas.
Decidió, a sus 76 años, volver a presentarse a la presidencia. Enfrente tenía a uno de los más peligrosos y despiadados líderes ultraderechistas del mundo, Bolsonaro, de quien dijo que era “una copia mal hecha de Donald Trump”
El momento más difícil y más alto en la vida de Lula da Silva llegó en 2022. Decidió, a sus 76 años, volver a presentarse a la presidencia. Enfrente tenía a uno de los más peligrosos y despiadados líderes ultraderechistas del mundo, Bolsonaro, de quien dijo que era “una copia mal hecha de Donald Trump”. Eso es casi una amorosa caricia en comparación con las atrocidades que uno y otro se obsequiaron durante la campaña. Lula tuvo que elogiar, incluso, a los líderes de la confesión evangélica, radicales bolsonaristas y populistas donde los haya, para evitar que esa marea de votos se fuese entera al otro lado y le hiciese perder.
Ganó. Por los pelos y en segunda vuelta, pero ganó. Es la única persona en la historia de Brasil que ha logrado democráticamente un tercer mandato presidencial. Y, como hizo en sus dos victorias anteriores, volvió a batir el récord de votos a su favor en unas elecciones generales.
Lo tiene muy difícil porque Bolsonaro, rencoroso, controla el Parlamento y muchos grandes municipios, y también porque el juez Sérgio Moro mantiene un muy aceptable estado de salud, a sus 50 años. Pero si Lula ha conseguido lo que ha conseguido en todos sus empeños anteriores, sin dejar que lo ahogaran, ¿por qué no va a lograr el éxito esta vez?
Tomará posesión el 1 de enero de 2023.
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Todos soportamos a la mosca común (musca domestica), seguramente el díptero más conocido por los seres humanos desde la prehistoria. No es nuestro insecto preferido, para qué vamos a decir otra cosa. Es molesto, pertinaz e incordión donde los haya. Muchas veces nos hemos preguntado para qué sirve, qué utilidad tiene en el ciclo de la vida, a quién beneficia.
Salvo que vive poco (un máximo de quince días), tiene pocas ventajas la puñetera mosca. Se acusa a las moscas de transmitir enfermedades. Bueno. Eso le pasa a mucha gente. Pero pocos recuerdan su importancia en la eliminación de cadáveres, sean políticos o no lo sean. O en la descomposición de la vegetación muerta. O en su trabajo de polinización, que también lo tiene. O en su pelea contra las chinches, a las que parasitan perversamente. O en su función a la hora de alimentar a otros animales, como aves y pequeños roedores.
Vale, está claro que todo eso suena a colección de excusas. A ver, ya en serio: ¿Por qué elegir a la puñetera y desagradable mosca como animalito comparable a Lula da Silva?
Hagan ustedes una cosa. Atrapen una mosca (no la maten) y átenle un hilito a cualquiera de sus seis patas. En el otro extremo del hilo aten una piedra, una llave, cualquier cosa que pese. Y luego metan a la mosca, el hilo y la llave en un vaso de agua. Queda claro que la mosca ha de quedar sumergida. Pronto dejará de moverse. Déjenla ahogarse durante un buen rato. No dos o tres semanas, pero sí un buen rato.
Después sáquenla del agua y pongan al insecto, ya libre del hilo, sobre un plato, por ejemplo. La mosca sigue sin moverse. Está ahogada. Y entonces, si ustedes fuman, enciendan un cigarrillo y vayan depositando la ceniza sobre la mosca. Poco a poco. Hasta que la mosca quede completamente cubierta por la ceniza.
Antes de cinco o seis minutos, la mosca saldrá volando.
Son listas, son molestas y tienen unos reflejos extraordinarios. Y parecen débiles. Pero son difíciles de matar, como no sea a zapatillazos o con productos químicos. No hay quien las ahogue. El secreto de la mosca es su supervivencia.
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