En estos días pasados de fiestas y celebraciones varias, me topé en redes con una columna escrita allá por 2009. Un texto perteneciente a una vida lejana que se había vuelto de pronto viral, casi quince años después. Movida por la curiosidad de su fama transcurrido tanto tiempo desde que se publicó en un periódico, decidí leer aquellas líneas como si fueran un bizcocho recién salido del obrador. Y fue entonces cuando entendí la clave de su éxito, cuando comprendí por qué no habían acumulado el polvo propio que adquieren las cosas cuando la vida pasa por ellas: porque hablaban precisamente de eso, del paso del tiempo, del resbalar de los días cuando nada los llena, de la monotonía, de lo rápido que cambiamos de una estación a otra. De la velocidad con que dejamos atrás la Navidad reciente para aventurarnos a imaginar un verano que se acerca y que se irá también sin darnos cuenta, sin apenas saborearlo. En definitiva, del escurridizo paréntesis que separa la niñez de la vejez.
Supongo que compartís conmigo esa sensación de que vivimos obsesionados con pasar -como sea- las páginas del calendario en vez de centrarnos en rellenarlas de recuerdos, de historias y pasiones, como cuando de jóvenes devorábamos los segundos creyendo que jamás volveríamos a catarlos; cuando apreciábamos realmente la belleza de los minutos colgando del reloj.
El caso es que todo vuela a un ritmo tan vertiginoso que la última vez que escribí para este periódico era treinta de diciembre de un año que ya ni existe en la memoria. Faltaban sólo unas horas para la Nochevieja y las fiestas navideñas estaban en su máximo esplendor. Hoy, sin embargo, no queda ya nada de aquello. Se esfumaron los árboles, los adornos… se apagaron las luces y se silenciaron los villancicos. Se borraron también las sonrisas que por ser fechas especiales nos pintaron a todos en el rostro como si fuéramos muñecos de trapo cosidos específicamente para repartir felicidad por Navidad.
Con fotografías inéditas junto a sus hijas y algún nieto y cortando tarta con un sable al ritmo de la Macarena durante la celebración de su 86 cumpleaños a siete mil quinientos kilómetros de Zarzuela
Ahora me encuentro, de repente, a mediados de enero como si despertara de un letargo y alguien hubiera inventado un nuevo vocabulario para este 2024 incluyendo el término péllet con el fin de reavivar la guerra política y recordarnos que hay elecciones a la vuelta de la esquina. Es como dormirse con un rey emérito destronado y amanecer al día siguiente con el mismo Don Juan Carlos que se refugió en Abu Dabi, protagonizando portada -como en épocas gloriosas- en la revista del saludo. Con fotografías inéditas junto a sus hijas y algún nieto y cortando tarta con un sable al ritmo de la Macarena durante la celebración de su ochenta y seis cumpleaños a siete mil quinientos kilómetros de Zarzuela. Como si nada hubiera pasado, como si nada hubiera hecho. Es despedirme de un año y aparecer en otro estrenando una legislatura que ya se advierte convulsa nada más echar a andar después de una primera sesión de infarto en el Senado. Es olvidar la pandemia y escuchar otra vez que vuelven las mascarillas a ser obligatorias en centros de salud y hospitales. Así es de caprichoso el tiempo “materia elástica que depende de la alegría o la aflicción”, como escribe Tomás González en su libro La luz difícil. Todo pasa y todo vuelve sin que nos demos cuenta en esta rueda que gira y gira y que puede aplastarnos si no aprendemos a tomar distancia y a disfrutar de todo aquello que ofrece.
En cuestión de horas estaremos lidiando con en el tercer lunes de enero, el día más triste del año. Y no porque lo diga yo, según leo en internet es cosa de una fórmula pseudo matemática ideada por un profesor de psicología de Cardiff
La vida más aburrida posible
En cuestión de horas estaremos lidiando con en el tercer lunes de enero, el día más triste del año. Y no porque lo diga yo, según leo en internet es cosa de una fórmula pseudo matemática ideada por un profesor de psicología de Cardiff. Una fórmula que al frío invernal que azota en los primeros días de este mes le sumó el síndrome post navideño y las deudas después de tanta compra y tanto gasto en comidas y cenas. El resultado es lo que hoy conocemos como el famoso Blue Monday. Dicho de esta forma tiene incluso sentido y puede que hasta resulte eficaz si tenemos en cuenta que, a veces, de la misma tristeza surge algo tan grandioso como el Nobel de Literatura. Poco dado a conceder entrevistas, en una de las escasas que ofreció Jon Fosse recientemente tras recibir este premio, reconoció que si fuera una persona feliz probablemente no escribiría o sólo hubiera escrito un libro. Dijo también que es de los que prefiere vivir de la manera más aburrida posible. Sin ver a nadie, en su casa, con su familia. Me llamaron la atención estas palabras que hoy rescato porque puede que para él y para tantos, el lunes más triste sea el más feliz posible. Aunque también esto tendrá que decirlo ese tiempo que resbala y que hoy nos retiene aquí, pero mañana… habrá que ver en qué lugar y en qué noticia se apoya.
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