Ahora ya si podemos decirlo, las elecciones argentinas no se celebraron la semana pasada, sino hace tres meses, a principios de agosto cuando unas elecciones primarias certificaron el vuelco político. En aquel momento se previó una debacle de proporciones bíblicas para Mauricio Macri, que hubo de conformarse con un 31% mientras el dúo Fernández y Fernández escalaba hasta el 47%. El peronismo regresaba y lo hacía con fuerza.
El sentimiento era que Macri o se quedaba ahí o iba incluso hacia abajo. Entre los peronistas, sin embargo, cundió la euforia y ya se veían ganando la primera vuelta con más del 50% de los votos. En primera vuelta han ganado, pero no han alcanzado el 50%, se han quedado en el 48%. Algo en sí reseñable porque tanto Macri en 2015 como Cristina Fernández de Kirchner en 2011 llegaron a la presidencia con una mayoría más sólida. La victoria peronista ha sido holgada, pero no absoluta, lo que deja un panorama mucho más polarizado del que se preveía en agosto.
Fernández ha sabido succionar votos de partidos de izquierda menores como el Partido de los Trabajadores de Nicolás del Caño y, sobre todo, del hecho de unificar el peronismo bajo una sola candidatura. Los peronistas, ese movimiento líquido y tremendamente pragmático que ha dominado los últimos 70 años de vida política argentina, se presentaron divididos en 2015 y eso les condenó a la derrota. Eso sí, esta vez no han podido humillar a su oponente, que ha salvado la cara y felicitó a Fernández tras conocerse los resultados.
Esto es buena noticia y dice mucho a favor de Macri que, a diferencia de Cristina Fernández hace cuatro años, se mostró colaborativo, quizá porque se ha quitado un peso de encima. La situación económica es muy mala y es posible que vaya a peor en los próximos meses. De hecho todo indica que irá a peor. No hay número que cuadre hoy en Argentina. El país se encuentra técnicamente en recesión desde hace más de un año, está entrampado con el FMI y tanto el desempleo como la inflación o los índices de pobreza no hacen más que aumentar.
Para mantener la ilusión de prosperidad, los Kirchner habían regado la economía con innumerables subsidios sobre el transporte público, el gas, la electricidad y un largo etcétera que no eran sostenibles
Es todo una especie de dejà vu porque hace cuatro años no estábamos exactamente con la misma historia, pero si con una historia muy parecida. En aquel momento Macri se encontró una Argentina convaleciente. La economía se había cerrado al exterior durante el kirchnerismo y el país no tenía acceso al crédito. La presidenta había impuesto un cepo cambiario en 2011 para evitar la fuga de dólares, lo que ocasionó que el Gobierno empezase a tirar de las reservas del Banco Central para corregir los desequilibrios. Como era previsible, el organismo se fue descapitalizando y en 2015 se encontraba exangüe. Para mantener la ilusión de prosperidad, los Kirchner habían regado la economía con innumerables subsidios sobre el transporte público, el gas, el combustible, la electricidad y un largo etcétera que no eran sostenibles en el tiempo porque las exportaciones del país no generaban suficientes divisas.
Nada más llegar a la Casa Rosada Macri aplicó algunos ajustes. Abrió de nuevo la economía al exterior y levantó el cepo, lo que provocó una devaluación brutal del peso, del orden del 40%, aunque el impacto no fue tan brusco en la economía real porque, a pesar del cambio adulterado por el Gobierno, muchos precios ya se fijaban con respecto al dólar informal. Ahí se acabó el impulso reformista. Pensó que con eso bastaría, que poco a poco, gradualmente, se irían introduciendo nuevas reformas que sacasen a la economía de la parálisis inducida no por doce, sino por 70 años de peronismo, que a efectos económicos es algo así como un anestésico para caballos.
El 'efecto Macri' se esfumó
El resultado es conocido por todos. El gradualismo macrista condujo directo a la crisis. En cuanto la FED subió los tipos de interés y el dólar se apreció todo el tinglado se vino abajo. El llamado "efecto Macri" se deshizo como un azucarillo en el café, el país entró en recesión, la inflación se tornó galopante y los inversores huyeron del país temiéndose lo peor. No podemos culparles, con Argentina siempre hay que temerse lo peor.
Angustiado por no poder hacer frente a pagos inmediatos se puso en manos del FMI hace un año, que le aflojó 57.000 millones de dólares en cómodos plazos a cambio de practicar algunas reformas, básicamente cuadrar las cuentas públicas, es decir, gastar menos e ingresar más. Lo primero es difícil en una economía en crisis. Las empresas cierran y el que tenía trabajo lo pierde, la base fiscal se erosiona y la primera en sentirlo es la Hacienda pública. Lo segundo en un país adicto a los bonos sociales más difícil todavía y si nos metemos en periodo electoral es algo directamente imposible.
Podríamos decir que le está bien empleado a Macri porque esto se le advirtió hace tiempo. Se le dijo que su gradualismo iba a darse de bruces contra el dólar, pero no hizo caso. Gente como José Luis Espert o el economista Javier Milei llevan años clamando en el desierto mientras Macri ejercía de don Tancredo en el centro de la plaza. Podríamos decir eso, pero es que al final quien lo está pagando son los argentinos de a pie. La economía este año decrecerá más de un 3%, la inflación está en el 55% y no se sabe muy bien como el Estado va a pagar todo lo que debe.
Luego está el drama del desempleo, que ronda el 10% en el mercado formal, pero esa cifra es engañosa ya que aproximadamente la mitad de la población activa en Argentina desempeña su actividad en sectores informales de la economía con empleos de baja calidad y extraordinariamente volátiles. El problema del mercado laboral argentino no es, por tanto, el desempleo, sino el subempleo, que en muchos casos bordea el límite de la subsistencia.
Esa es la herencia de Macri, pero en honor a la verdad el país no se lo encontró muy diferente en 2015. Los problemas de fondo son idénticos y tienen una solución muy complicada y lenta. Los peronistas celebraban alborozados el pasado domingo la victoria de Fernández como si con cambiar de muñeco todos los problemas se resolverán por arte de magia. Pero no es así. La magia no existe más que en las películas de Harry Potter. En el mundo real dos y dos serán siempre cuatro por mucho que a los argentinos les hayan persuadido de lo contrario.
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