A veces, cuando aprieta la melancolía o se enrosca al cuello la cada vez más insoportable pesadumbre de vivir, me acuerdo de los primeros años de la vida, de los que siempre se dice que son los más felices. No es cierto. Qué habrá sido de aquella mujer. Seguramente se habrá muerto, porque cuando pasó aquello de las cuentas de sumar ella andaría por los treinta años y yo tenía seis.
Era alta (o a mí me lo parecía: el que medía poco más de un metro era yo), rubia y bastante guapa, pero había dos cosas que le estropeaban la belleza: aquellas aparatosas tocas negras que llevaban todas las monjas y, desde luego, la mala leche. La Madre María Teresa (había que escribirlo y que pensarlo así, Madre con mayúscula) era la directora de mi primer colegio. No daba, que yo recuerde, clase de nada, pero eso era igual porque estaba en todas partes: dirigía el ángelus en el patio, a las doce; vigilaba en los comedores, en los pasillos, husmeaba en los retretes en busca de olor a tabaco; se ocupaba de que la capilla estuviese impoluta y, esto era lo peor, se enteraba de todo. De todo. Estaba al corriente de la vida de cada uno de los niños. Y le encantaba demostrarlo.
Aquel día estábamos en clase de matemáticas con la Madre María Cristina, que esa sí que era un pedazo de pan. La bondad misma. La puerta del aula se abrió con todo estrépito y entró, como una exhalación, la Madre María Teresa, la directora, que ni se molestó en llamar a la puerta. Llevaba unos papeles en la mano. Todos nos pusimos en pie.
–¡Siéntense! ¡Olmedo, Salamanca, Perezalgorri, permanezcan en pie!
Lo que aquella mujer llevaba en la mano eran nuestros cuadernos escolares Rubio, amarillentos por dentro y por fuera, llenos de cuentas de sumar y restar que nosotros debíamos resolver. Las cuentas eran muy largas, de ocho o diez cantidades de muchas cifras. A mí no se me daban bien los números. Estaba claro que a Olmedo y a Salamanca tampoco, porque la Madre María Teresa, hecha una furia, les pasó por las narices, a grito limpio, aquellas páginas llenas de tachones en rojo. Olmedo se echó a llorar. Luego caminó hacia mi pupitre, despacio, sonriendo. Yo miré hacia la Madre María Cristina, nuestra profe. Estaba pálida. Indefensa, como nosotros. Aterrada, como nosotros también.
–Pero lo suyo de usted, Perezalgorri, no tiene nombre. ¿Es usted completamente imbécil o hay algo que sepa hacer bien?
Yo tenía seis años. No entendía nada. Alcé los ojos hacia ella.
–¡No se atreva a mirarme, estúpido! ¡Yo soy la directora de este colegio! ¡A mí no se me mira con esa insolencia! ¡A mí se me respeta! ¡Baje la vista o le cruzo la cara!
Fue terrible. Todas mis cuentas estaban mal, las de sumar y las de restar; pero, por alguna razón que sigo hoy sin comprender, aquella mujer iracunda se había tomado mis errores casi como una ofensa personal. No llegó a pegarme (algo que entonces era frecuente) pero me cubrió de insultos.
–Y no le echo del colegio, pobre subnormal, porque me da usted pena con esas orejas ridículas con las que le ha castigado Dios. Demasiado buena, eso es lo que soy. ¡Siéntese!
Aquella fue la primera vez en mi vida en que me humillaron en público. No sería la última, desde luego.
Al salir al patio, más tarde, los compañeritos me rehuían. Nadie me hablaba. Veía miradas clandestinas de complicidad o al menos de ánimo, pero no se me acercaba nadie: la Madre María Teresa vigilaba desde la ventana.
Generaciones enteras de españoles se criaron así, en una realidad incontestable diseñada para hacer de nosotros no unos ciudadanos sino unos cobardes
Los números se me siguieron resistiendo (hasta hoy), pero hubo algo que entendí inmediatamente: aquella mujer tan pagada de sí misma, que no toleraba no ya que la contradijesen sino ni siquiera que la mirasen, era la realidad. Era el poder, el poder absoluto. Era la encarnación de un sistema dictatorial y omnímodo que se decía educativo y cristiano, pero que no nos enseñaba a pensar sino a obedecer. Un sistema en el que todo lo que hacíamos, decíamos o imaginábamos estaba, por principio, mal, y había que castigarlo o reprimirlo. Generaciones enteras de españoles se criaron así, en una realidad incontestable diseñada para hacer de nosotros no unos ciudadanos sino unos cobardes.
Tiempo después dejé el colegio. Pero no he olvidado a la Madre María Teresa, como pueden ustedes ver. La recordé, por ejemplo, cuando me echaron de Facebook, hace ahora mismo más o menos un año. Fue de un día para otro y sin la menor explicación, como un pescozón de los que solía repartir aquella monja temible. Nadie podrá decir que yo fuese un usuario pendenciero, ni siquiera problemático: usaba esa red social (lo mismo que ahora) para “mover” mis artículos y muy poco más. Pero de pronto me cerraron la cuenta “por incumplir nuestras normas comunitarias”, o eso decía el mensajito que apareció en la pantalla.
Protesté. Reclamé. Gracias a amigos periodistas, di incluso con una chica que decía ser “directora de comunicación” de Meta para España y Portugal. Me oyó como quien oye llover. Pregunté mil veces qué era lo que yo había hecho mal, qué normas comunitarias había incumplido, de qué se me acusaba, cuáles de mis cuentas de sumar escolares estaban equivocadas. Nadie me lo dijo. Todo lo más, los buenos amigos me miraban con lástima y le decían: “Te ha tocado”, como podía pasar con los castigos de la monja furibunda. Aquello fue una arbitrariedad como la copa de un pino, pero yo necesitaba la red social –a la fuerza ahorcan– y no tuve más remedio que abrir una cuenta nueva. No me va mal. En un año he aceptado casi a la tercera parte de los “amigos” que logré en doce años con la cuenta antigua.
Pero sé que me puede volver a pasar lo mismo, porque nunca me dijeron cuál fue mi crimen, qué normas transgredí. Dependo, pues, de una realidad cuyas leyes ignoro, lo mismo que me pasaba en el colegio a los seis años.
Ahora hay una pequeña revuelta en el patio. Pequeña, sí, por más que la demanda ante los tribunales estadounidenses contra Meta (que incluye Facebook, Instagram y WhatsApp) la hayan presentado 41 estados de la Unión. Hay por ahí una señora que trabajó en Facebook y que ha escrito un libro con lo que vio, y lo que vio es mucho. En lo esencial, comprobó que la red social ha diseñado métodos para mantener “enganchados” a los usuarios, sobre todo a los más jóvenes. Y que no le importan ni la desinformación, ni la difusión de noticias falsas, ni la adicción casi nicotínica a la pantalla del móvil: lo único que les importa, por más que lo nieguen, es el dinero.
En eso se diferencia Facebook de la Madre María Teresa: a esta el dinero le preocupaba poco. A lo que estaba enganchada era al Poder, al vértigo casi erótico de saberse la que mandaba. A la gente de Mark Zuckerberg le interesan las dos cosas, eso no puede dudarlo nadie. Ahora mismo hay en el mundo unos 3.000 millones de usuarios de Facebook. Eso es más de la tercera parte de todos los seres humanos que pueblan el planeta, incluyendo a los recién nacidos y a los nonagenarios. Las otras dos grandes empresas del grupo, Instagram y WhatsApp, andan por los 2.000 millones de usuarios cada una. Eso no solo es una cantidad de dinero sencillamente inimaginable; es, sobre todo, poder.
Y es la realidad. Es el mundo en que vive, se comunica y es manejado un inmenso gentío, una generación entera de seres humanos que tiene veinte años o menos, que vive pegada al móvil y a la que solo quita el sueño la posibilidad de verse “desconectados”; es decir solos, reducidos a la condición de Robinson Crusoe en medio de un mundo repleto… al que no podrían ver porque ya no tendrían Instagram. Si toda esa multitud pudiese optar (que no puede) entre dejar las cosas como están y reclamar cambios a mejor en las redes, optarían sin la menor duda por la sumisión.
Pero todos los que organizan esos levantamientos, todos, usan Facebook, Instagram o WhatsApp. O incluso Twitter, que es ya el colmo de la abyección
No se puede luchar contra la realidad, es imposible. Eso es lo que mantiene tranquilo a Zuckerberg, como garantizaba la eternidad del Gran Hermano de Orwell y como conservaba incólume la orgullosa sonrisa de la Madre María Teresa mientras vigilaba a los niños en el patio desde su ventana. No es la primera vez, ni será la última, que se produce una revuelta, aquí o allá, contra las redes sociales. Pero todos los que organizan esos levantamientos, todos, usan Facebook, Instagram o WhatsApp. O incluso Twitter, que es ya el colmo de la abyección.
Mis padres me sacaron de aquel colegio y me llevaron a los jesuitas, que, a pesar de vivir en el mismo sistema irrespirable (los años 60 en España), me enseñaron a pensar. Nunca más volví a ver a la Madre María Teresa.
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