La mayoría de las naciones del mundo tratan de hablar bien de sí mismas, llegando a exagerar cuando toca aquello que pueda beneficiarlas -sea cierto del todo, sólo en parte o directamente falso- mientras se oculta o matiza lo que pueda perjudicarlas. Existe sin embargo una excepción que confirma esta regla. El sagaz habrá averiguado de qué país se trata: España.
Italia, una nación que formalmente existe sólo desde finales del siglo XIX no tiene empacho en unir su suerte a la del Imperio romano a la (no) Italia medieval (Indro Montanelli) ni la Francia jacobina a la de la Galia romana (F. Braudel), pero en España hay que tomarse estas cuestiones con papel de fumar. No nos comparamos nunca con los demás salvo que sirva paradójicamente para idolatrar al vecino, mientras somos más esencialistas que nadie cuando toca negar cualquier esencia: España no existe, nunca ha sido mucho más que un conjunto inconexo de pueblos, siempre fue más pobre, iletrada e intolerante que el resto…, aunque en realidad figurara entre las regiones más ricas del mundo en el siglo XIV y la América Virreinal fuera la más próspera hasta su auto-destrucción
Toda nación es el resultado de un complejo proceso (y constante esfuerzo) de construcción por motivos de conveniencia política o social (somos más fuertes unidos que separados). No existe ningún país que salga de la nada, nazca espontáneamente o caiga del cielo como fruta madura. Pueden colaborar el capricho de los accidentes geográficos (en España, Pirineos y Mar), de matrimonios regios o de guerras, reales o imaginadas contra terceros. Pero en cualquier caso ese proceso requiere ser acompañado por un relato victorioso pues nadie quiere ser parte de algo que no merece la pena.
La primera Constitución de los EE.UU. no consideraba ciudadanos a más de la mitad del país. Por de pronto, ninguna de sus mujeres figura como fundadoras ni tenía poder alguno"
Una nación mucho más moderna que España, como los Estados Unidos, que nace sin fronteras ni población claras, ha conseguido “crear” y “mantener”, incluso a día de hoy, un relato atractivo en torno a la exaltación hasta la apoteosis (así se llama un cuadro del Capitolio) de sus “padres fundadores” aunque la mayoría fueran millonarios y esclavistas (como George Washington o Thomas Jefferson) y su primera Constitución no considerara ciudadanos a más de la mitad del país. Por de pronto, ninguna de sus mujeres figura como fundadoras ni tenía poder alguno.
Sin embargo, nuestra olvidada y denigrada nación (o “sujeto político claramente diferenciado” para los obsesos del nominalismo) encuentra un fundamento sólido en los grandes reyes, gobernantes e intelectuales del siglo XV-XVI. Cabe citar a Isabel I, la mujer más poderosa de su tiempo, pionera en considerar a los indígenas vasallos iguales en derechos; Fernando II y V, prototipo del “príncipe” ideal por Maquiavelo y “oráculo mayor de la razón de Estado” para Baltarsar Gracián; Carlos I y V, emperador del sacro Imperio Germánico e Hispánico (en América) y Felipe II, que pudo llegar a ser monarca universal. Pero también al Cardenal Cisneros, mucho mejor gobernante que Richelieu, culto, inteligente y creador de la Biblia políglota; a Juana, mal llamada “la Loca”; a Isabel de Portugal, que gobernó España cuando su marido Carlos andaba en sus aventuras imperiales; a Antonio Nebrija, redactor de la primera gramática de la lengua común de 500 millones de personas; a los miembros de la Escuela de Salamanca y sus aportaciones singulares al campo del derecho, la política, la ética o la economía; a una santa de provincias, Teresa, única fundadora de una orden de hombres, que sirvió y sirve de referente a millones de creyentes; o a una María Pita que lideraría la expulsión del inglés de nuestras costas.
Por no hablar de nuestras mujeres que reinaron en otros reinos (como Catalina de Aragón en Inglaterra o Blanca de Castilla en Francia), que influyeron en su destino y dejaron su impronta. O de los grandes reyes y reinas de la Reconquista, aunque pareciera que por estos lares nos encanta que nos invadan otros. Pero ahí están: Doña Berenguela, María de Molina, Fernando III “El santo”, Alfonso X “el sabio” o Jaime I “el conquistador” (suegro del anterior), donde no cabe duda que la idea de “recuperar” España latía en el ambiente. Fernando III hacía referencia a la Hispania visigoda y Alfonso X escribiría la primera Crónica nacional (Estoria de España) en lengua vernácula. Y si no, ¿por qué peleaban?
Fundadores no solo de la España moderna sino salvadores de un Occidente que caminaba con paso decidido a su más profunda irrelevancia, tras la caída de Constantinopla"
Brillantes gobernantes, valerosos guerreros, sofisticados intelectuales, grandes personajes que diseñaron un marco moderno y eficaz que permitiría que el Imperio español durara más de 300 años (sólo superado por el chino) con instituciones tan innovadoras como el “juicio de residencia” o la “limitación de mandatos” de los Virreyes, que impedían que se extendiera la corrupción. Fundadores no solo de la España moderna sino salvadores de un Occidente que caminaba con paso decidido a su más profunda irrelevancia, tras la caída de Constantinopla a manos del Imperio Otomano. Legitimadores del mestizaje, promotores del debate la moral en torno al derecho de conquista, defensores de los derechos civiles y laborales de los indios. Tanto los Reyes Católicos como el Cardenal Cisneros prohibieron (por primera vez en la Historia) la esclavitud en América. Sólo Carlos I la aceptaría (para los africanos) ante las apremiantes solicitudes, paradójicamente, de Fray Bartolomé de las Casas.
Y sin embargo, hombres y mujeres a los que no ofrecemos ningún reconocimiento, ningún día del calendario como homenaje e incluso poca o ninguna calle o plaza. Un elenco sin duda de semejantes o superiores méritos a los que presumen de haber fundado otros países, incluidos el grupo de revolucionarios franceses (sin ninguna mujer) de los que se oculta hábilmente su tendencia a guillotinarse entre ellos o causar grandes matanzas para imponer sus ideas de libertad a bayonetazos (La Vendée). Pero en los libros de textos de nuestras escuelas se sigue defendiendo que la edad moderna empieza con la imprenta (la que utilizó para crear la leyenda negra) o la caída de Constantinopla (un fracaso que preludiaba la desaparición de Occidente), y no con dos hechos tan “irrelevantes” como el descubrimiento de América y la primera vuelta al mundo que sirvieron para que la humanidad se conociera a sí misma y tomara consciencia del planeta en el que vivía. Incluso en tiempos de un feminismo militante, se olvida a nuestras mejores mujeres del pasado, tal vez por considerarlas ajenas al modelo ideológico que trata de imponerse hoy. Extraña manera de empoderar a la mujer negar el poder de las que lo han ejercido con éxito, y en circunstancias más difíciles que la actualidad, en lugar de tomarlas como referente.
Valorar el pasado común
Llegados a este punto, todavía habrá algún hispanobobo, anclado en el sesgo, la etiqueta fácil y el complejo o amante de la división, la auto-flagelación y el rencor permanente (carne de diván, aunque todavía no lo sepan), que calificarán este artículo de “patriotero”, simplemente por llamar la atención sobre que el verdadero hecho diferencial de España no son los que a menudo se destacan sino el haber dejado (y aplaudido) que los hispanófobos nos roben nuestra Historia. Un buen comienzo sería valorar nuestro pasado común y honrar a nuestros padres y madres fundadores, como hacen “todos” los demás, hasta los que no los tienen y deben inventárselos. ¡Es el relato, estúpidos!
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