Si el Estado fuera una empresa, la clave para decidir el grado óptimo de centralización serían las economías de escala, un factor que es en esencia productivo o incluso “ingenieril”. Sin embargo, en el Estado y la Administración Pública domina la política y, en consecuencia, la pelea distributiva por el reparto de la producción. Además, las restricciones de la política son más elásticas. Las decisiones están menos sujetas a la lógica de supervivencia competitiva propia del mercado. Pueden así mantenerse estructuras ineficientes durante mucho tiempo si la correspondiente entidad política es eficaz en capturar rentas. Piense, sin ir más lejos, en los privilegios que disfrutan las comunidades forales, en las subvenciones que recibe el medio rural de los países ricos o en la protección secular que ha disfrutado la minería del carbón.
Con el estado autonómico, no sólo pasamos a tomar menos decisiones en Madrid y más en los gobiernos autonómicos. La relación entre el Estado y los ciudadanos también cambió al llegar un nuevo intermediario: cada gobierno regional constituye un nuevo gestor de servicios públicos, pero también un nuevo extractor potencial de rentas.
La hipótesis extractiva
Desde ese momento, cada autonomía ha podido seguir sendas diferentes en muchas dimensiones. Para simplificar, supongamos, en línea con la literatura de Public Choice, que lo que define su estrategia es su orientación predominante hacia el desarrollo de una vocación productiva o extractiva.
Esta orientación tendría mucho de involuntaria, pues vendría condicionada por la situación de partida. Ante todo, por circunstancias culturales capaces de dificultar que los ciudadanos podamos controlar eficazmente al nuevo intermediario político. En esa medida, predisponían a cada comunidad a orientar su estrategia en una u otra dirección.
Sin embargo, dicha orientación tiene también su parte voluntaria, fruto de ciertos posicionamientos y liderazgos, como la insistencia del PNV en, como decía Xabier Arzalluz, “recoger las nueces” del árbol que sacudía la banda terrorista ETA; o la voluntad de Jordi Pujol de forjar lo que Josep Tarradellas tildaba de “dictadura blanca” cuando ya en su carta de 1981 anticipó con total presciencia el actual dilema catalán.
Ya fuera por inercia o por voluntad, de acuerdo con esta hipótesis, unas autonomías se habrían orientado relativamente a la producción. En cambio, en otras habría arraigado un modelo más extractivo. Algunas de éstas últimas se habrían centrado desde un principio en capturar rentas del exterior, como podría ser el caso de las comunidades forales. Otras, al menos de entrada, se centrarían en capturar rentas dentro de la propia región. Andalucía y Cataluña ilustrarían dos versiones de este segundo modelo extractivo, al considerar el carácter más ideológico versus etnicista de los principales beneficiarios.
La inesperada competencia madrileña
Al inicio, la mayoría de las autonomías tenía capacidad para gastar, pero no para recaudar tributos. Probablemente, todas ellas usaron sus poderes para crear redes clientelares (recuerden, por ejemplo, su asalto a las antiguas cajas de ahorros). Sus posibilidades se amplían desde 1997, como fruto del Pacto del Majestic y en aras de una “corresponsabilidad fiscal” ya negociada por Pujol desde 1993 e inspirada por el principio de que “quien desee gastar más que lo recaude”. Desde entonces, las comunidades pueden modificar los tipos de gravamen y las deducciones de los impuestos cedidos, así como establecer impuestos propios.
Los ciudadanos estarían contentos de pagar impuestos más altos si con ellos se financiasen servicios útiles. Lo pernicioso es que la recaudación extra se dilapide o, peor aún, se dedique a crear redes clientelares y fabricar propaganda
Este cambio proporciona una prueba diferencial si estas competencias se usan para elevar la carga fiscal sin proporcionar mejores servicios. Lo primero es claro. Por ejemplo, Valencia ha elevado el tipo marginal de IRPF al 54%; y Cataluña, cuyo tipo máximo es del 50%, ya cuenta con 19 impuestos “propios” y ostenta el récord de gravar al 11% de ITP las compraventas de inmuebles, cifra que, cuando se compra con hipoteca y se añade el IAJD, se acerca al 13%.
En principio, los ciudadanos estarían contentos de pagar impuestos más altos si con ellos se financiasen servicios útiles. Lo pernicioso es que la recaudación extra se dilapide o, peor aún, se dedique a crear redes clientelares y fabricar propaganda, en especial la de índole identitaria y, por tanto, divisiva y de valor socialmente negativo. Se puso bien de relieve este riesgo durante la crisis económica, cuando algunos gobiernos autonómicos optaron por recortar en sanidad a la vez que reforzaban su aparato de agitación y propaganda.
Esta mezcla de impuestos altos y gasto improductivo confirmaría que la autonomía se configura como un régimen extractivo y hasta oligárquico (como apuntan algunos indicios en el caso de Cataluña). Más allá de la injusticia que ello supone, es sólo cuestión de tiempo que, si otras regiones ofrecen mejores condiciones, se produzca una reasignación de recursos y se alteren las tasas de crecimiento. Aunque no sea éste el único factor, no parece ajeno a este proceso el hecho de que, desde 1992, Cataluña ha perdido medio punto porcentual en el PIB nacional mientras Madrid ha ganado 2,7 puntos.
Además, a medida que el volumen de rentas extraíbles internamente se reduce, se exacerban las tensiones con el centro y entre las propias comunidades. Basta que una comunidad como la madrileña reduzca modestamente algunos de sus impuestos (su tipo máximo de IRPF se sitúa en el 45,5%, siendo pues similar al de los principales países de nuestro entorno) y que bonifique otros (sucesiones, patrimonio), para que las regiones más recalcitrantes en su estrategia extractiva se revuelvan contra ella: no sólo las deja en evidencia, sino que capta sus recursos más móviles, valiosos e influyentes.
Competencia, sí; pero sólo si ganamos
Este rechazo a la competencia fiscal es una novedad en nuestro conflicto territorial, quizá porque años atrás aquellas oligarquías más convencidas de su superioridad tendían a sobrevalorar su propia capacidad para competir. Además, la competencia se había referido sólo al gasto y al fomento identitario y no se habían manifestado aún las consecuencias de que algunas comunidades practicaran una estrategia más productiva o, si se prefiere, menos extractiva que otras.
Sólo así se explica la paradoja de que sean las autonomías que más pugnaron por disponer de competencias fiscales las que ahora lideren el intento de limitarlas. Esta contradicción es coherente con la hipótesis de que tales competencias sólo las usan para extraer rentas y no para financiar mejores servicios. Cuando ahora proponen, con la excusa del dumping fiscal, homogeneizar los impuestos autonómicos, sólo buscarían subirlos en las regiones que ejercen una competencia relativamente productiva.
Si ha llegado hasta aquí, es señal de que este esbozo de teoría “positiva” de las autonomías tiene cierto poder explicativo. Es lo que se suele pedir de una teoría y es lo que justificaría la simplificación binaria a que me refería al principio. Si así fuera, se habría ganado el derecho a pasar al mundo normativo del qué hacer. Algún día habrá que preguntarse si la teoría está en condiciones de responder a esta pregunta.
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