Cómo se llamaba el pueblo. Cómo se llamaba aquel pueblo, no logro recordarlo ahora y en internet no está, o no soy capaz de encontrarlo. Alguien con muy mala leche y un escalofriante desprecio por el trabajo de los demás (y por la memoria de este país) borró de la red todo lo que se publicó durante décadas en la revista en la que yo trabajé durante casi toda mi vida; no puedo recuperar aquel largo reportaje que hice una vez, en 2007, cuando la revista cumplió 25 años, y que me permitió conocer al maestro Antón.
Era un reportaje sobre familias. En la España de hace trece años, que no imaginaba ni la crisis que iba a llegar ni mucho menos la pandemia, había ya familias muy variadas. Elvira había criado prácticamente sola, y feliz, a su hijo Juan. Pepe y Ana, divorciados ambos de otras parejas, se habían unido y habían añadido más niños a los que traía cada uno cuando se casaron: un maravilloso lío. Pedro y Jesús (ay, Pedro Zerolo) estaban felizmente desposados y se disponían a adoptar una niña. Y la del maestro Antón, Antón García Abril, era la familia “tradicional”: un matrimonio de los de toda la vida, un amor largo y siempre vivo como fue el de mis padres; cuatro hijos maravillosos, un montón de nietos y una felicidad insumergible. Aquella tarde de mayo me lo decía el maestro: “Yo respeto todas las formas de familia, pero la que me gusta es la mía”. Y cogía la mano de Áurea, su compañera durante 52 años. Se fue antes que él, en 2016. Y el maestro Antón se quedó sin razón para vivir, o a menos sin la mayor de las razones. Cómo se llamaba aquel pueblo. No me voy a acordar.
Resultaría ocioso, además de imposible, relatar aquí el catálogo de sus obras, como sería absurdo tratar de resumir la obra de Haydn o la de Brahms o la de Albéniz o la de cualquiera de los grandes. Pero sí me gustaría señalar una cosa que me parece importante. El maestro Antón, al que se acaba de llevar la covid-19, fue un hombre básica y esencialmente feliz durante toda su vida, pero en toda felicidad hay sombras y él tenía una: pocos de sus compañeros de oficio apreciaban de verdad su trabajo. Digan lo que digan, ahora que se ha muerto.
Era verdad: faltaban casi todas las vacas sagradas de la música contemporánea española, los popes del rollo, los que llevan décadas determinando qué está bien y qué está mal. ¿Cuántos serían? ¿Diez, doce? Yo creo que no más. Pero no estaban
Soy testigo. Hace años le dieron un premio importante, mejor me voy a olvidar de cuál, y se hizo un suntuoso cóctel en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando. Había mucha gente, muchísima. Yo acudí con mi amigo Juan, director de orquesta. Vimos cómo el maestro Antón iba de grupo en grupo con sus grandes y asombradizos ojos azules, cómo recibía abrazos y felicitaciones y elogios, casi había cola para inclinarse ante él. Pero de pronto Juan me dio con el codo: “Oye, ¿dónde está el maestro Tal? No ha venido, ¿verdad? ¿Y el maestro cual? ¿Y el otro… y el otro… y el otro…?”. Era verdad: faltaban casi todas las vacas sagradas de la música contemporánea española, los popes del rollo, los que llevan décadas determinando qué está bien y qué está mal. ¿Cuántos serían? ¿Diez, doce? Yo creo que no más. Pero no estaban. Y eso ensombrecía la felicidad del maestro Antón, no había más que verle. Yo enganché del brazo al gran Arturo Reverter, que desde luego estaba allí, y se lo pregunté: ¿Por qué no han venido estos? Y Arturo, con su vozarrón y su socarronería, murmuró: “Pues por qué va a ser. Por nada nuevo. Por envidia”.
El maestro Antón, en música, hizo toda la vida lo que le dio la realísima gana. Y su talento se volcó, muchas veces, en el cine (también en la televisión), que desde hace cien años es para los compositores lo que la Iglesia fue durante los cinco o seis siglos anteriores: su mejor cliente, el que les permitía vivir. García Abril era perfectamente capaz de crear joyas irrepetibles como la ópera Divinas palabras o el estremecedor Tríptico de Antonio Gala, por citar una obra grande y un diamante pequeño, pero había que dar de comer a los chicos y eso se llamaba cine, bandas sonoras, series de televisión. A veces lograba resultados increíbles, como las músicas para El hombre y la tierra o Los santos inocentes, y a veces se ponía nada más que eficaz y le salía la música de Sor Citroën, una melodía que casi se podía tocar con manivela y con una letra que solo decía “badabadabá, badabadabá”. ¿Cuál era el resultado? Pues que a la gente le encantaba aquello y llenaba los cines de los 60 y 70. Y el maestro Antón pudo comprarse aquella casa enorme en un pueblo de cuyo nombre no logro acordarme, maldita sea. Está entre Madrid y El Escorial. Parece que la estoy viendo.
Los directores y los productores se fiaban del maestro Antón quizá más que de ningún otro, porque el maestro Antón no tenía ínfulas, sabía perfectamente lo que tenía que hacer
¿Fue el único que compuso música “ratonera” para aquellas películas de entonces? No, lo hicieron todos. O casi todos. Uno de los que aquel día no estaban en la Academia de Bellas Artes me lo dijo una vez, riéndose: “¡La de bocadillos que han comido mis hijos gracias al cine!”. Pero los directores y los productores se fiaban del maestro Antón quizá más que de ningún otro, porque el maestro Antón no tenía ínfulas, sabía perfectamente lo que tenía que hacer, hacía exactamente lo que se le pedía y era rápido como una centella. Cómo no le iban a contratar.
El maestro Antón, en música, ponía los pies donde le daba la gana. Sostuvo siempre que la melodía es fundamental, pero conocía como nadie los idiomas sonoros de todas las vanguardias. Otra cosa es que los usase todas las veces, que era lo que prescribía la sharia de los adustos califas de la composición contemporánea en aquel tiempo, que se iba acercando ya al siglo XXI. Aquella manera de componer, que hoy ya no da apuro calificar de endogámica, de deliberadamente incomprensible y, finalmente, de fracasada, era lo que marcaba la diferencia entre el Bien y el Mal. Al menos para ellos. El resultado, a día de hoy, está bastante claro. Muchísima gente medianamente culta es capaz de recordar piezas del maestro Antón (aparte de las bandas sonoras, quiero decir). Pero no sucede lo mismo con las suntuosas obras de muchos de aquellos que aquel día faltaron despectivamente al homenaje de la Real Academia de Bellas Artes.
Para mí tengo, y no soy ni mucho menos el único que piensa así, que se nos acaba de morir uno de los más grandes compositores españoles de los últimos siglos. De los dos o tres más grandes. Tenía 87 años: la suya fue una vida larga, feliz y desde luego extraordinariamente prolífica. En aquella casa con un enorme césped rodeado de árboles (nada, que no recuerdo el nombre del pueblo), vivía y trabajaba un genio. Uno de los mayores que he tenido el privilegio de conocer en toda mi vida. Y un hombre bueno que dejará Y un hombre bueno que dejará larga memoria. No otra cosa es la inmortalidad.
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