Opinión

La mala fama de los políticos

El escritor catalán Josep Pla estuvo un tiempo en Madrid, a principios de los años 30, enviando crónicas a un periódico. Al mismo tiempo, Pla, que era un hombre observador y curioso, escribía un libro en el que reflejaba sus impresione

El escritor catalán Josep Pla estuvo un tiempo en Madrid, a principios de los años 30, enviando crónicas a un periódico. Al mismo tiempo, Pla, que era un hombre observador y curioso, escribía un libro en el que reflejaba sus impresiones, opiniones y, sobre todo, el ambiente político de la capital de España en los primeros meses de la II República. Cuenta que, en cierta ocasión, el conde de Romanones, destacado político de la época, ministro varias veces y diputado a Cortes durante muchos años, viajaba de Madrid a Segovia, en auto (entonces no había coches, solo “automóviles”, y debería ser un “Ford T”, o un “Hispano Suiza”), con su chofer, por aquellas carreteras empedradas. A mitad del camino, se quedaron sin gasolina. El conde, contrariado, se bajó del vehículo y dirigiéndose a un pastor que cuidaba sus ovejas al lado de la carretera, le pregunto que si, pagando lo que fuera, no le haría el favor de acercarse al pueblo más cercano y traer un par de latas de gasolina. El pastor, que, naturalmente, no sabía con quién estaba hablando, le contestó que él no podía ir, pero que un compañero suyo que estaba en el campo de al lado segando hierba, sí que podría hacerlo. El conde le dijo que, de acuerdo, que le llamara. Y el pastor empezó a llamarle, gritando: ¡Romanones!, Romanones! Es fácil imaginar la cara del Cçconde que, asombrado y con los ojos abiertos como platos, le pregunta: ¿Por qué le llama Romanones? A lo que el pastor le responde: ¿Qué porqué le llamo Romanones?... pues porque es un “hijo de puta”.

Algunos comentarios de personas que tienen una cierta influencia pública, son ética y moralmente condenables por su irresponsable simplificación y tendenciosidad

He querido reproducir esta anécdota, verídica, del conde de Romanones porque pienso que ilustra, de un modo muy expresivo, la mala fama de los políticos en todo tiempo y lugar. Probablemente el pastor de esta historia ni tan siquiera supiera nombrar ninguno de los cargos que ocupó el conde ni, mucho menos, cuál fue su gestión en ellos, pero eso no le impedía calificarlo. Y ese modo de proceder, de descalificar sin saber muy bien porqué, pero sabiendo que hablamos de un político, sigue haciéndose en nuestros días. Hoy en día, es fácil que en cualquier tertulia de amigos, alguno de los presentes descalifique al político que más a tiro se le ponga. Da igual la ideología del mismo. Incluso en ambientes supuestamente bien informados, y por personas que pretenden ser intelectuales y serias, en demasiadas ocasiones siento vergüenza ajena cuando los oigo hablar de política. Y diría más. A veces, algunos comentarios que se escuchan de personas que tienen una cierta influencia pública, son ética y moralmente condenables por la irresponsable simplificación y tendenciosidad con la que se refieren a hechos y personas que, cuando menos, merecerían el respeto de una explicación razonada.

Pienso que los políticos han sido, a lo largo de la historia, y siguen siéndolo en la sociedad actual, absolutamente necesarios. En contra del conocido tópico, creo que es el de político “el oficio mas antiguo del mundo”. Desde siempre ha sido necesario que alguien se ocupara de los asuntos públicos, de los asuntos de todos. Es cierto que, en demasiadas ocasiones, los políticos, los que han ocupado el poder, han sido crueles, despóticos, injustos y han utilizado su cargo en beneficio propio o en el de sus allegados. Pero, en todo tiempo y lugar, el político ha ejercido como tal según las concepciones de poder y las relaciones sociales dominantes en el momento. Y han sido los políticos los que han ido ejecutando, llevando a la práctica, los cambios que se producían en el modo de pensar, en los conceptos del bien y del mal de sus respectivas sociedades. Si hoy tenemos democracia es porque, primero, hubo pensadores capaces de imaginar una sociedad en la que todos tuvieran los mismos derechos y pudieran vivir en libertad; y, en segundo lugar, porque existieron políticos que se empeñaron en que ese modelo de sociedad fuera una realidad. En el camino, todos los avances y retrocesos que se quieran, pero si la democracia ha sido posible es porque quienes tenían la posibilidad de hacerla realidad, creyeron en ella.

Sólo de vez en cuando, en un pueblo, en una ciudad o en un país, surge alguien que es capaz de de ilusionar a la gente apostando por los cambios que esa sociedad necesita en ese momento

Sé que hay muchos políticos que no merecerían serlo. Cuando repasamos los nombres de los que en la actualidad la ejercen, o cuando, como sucede ahora con ocasión de la llamada a las urnas, repasas las listas que componen las papeletas, a veces, ante algunos nombres, se te ponen los “pelos de punta” y te preguntas “¿cómo es posible que este esté ahí?”. Pero, a pesar de ello, e independientemente de que estemos de acuerdo, o no, con la opción que representa, o con lo que hacen en un momento determinado, la mayoría de los políticos ejercen su función con honestidad, hacen su trabajo y se retiran en silencio. Y de vez en cuando, sólo de vez en cuando, en un pueblo, en una ciudad o en un país, surge alguien que es capaz de de ilusionar a la gente apostando por los cambios que esa sociedad necesita en ese momento. Y esos son los pocos políticos que, años después, recordamos. Son aquellos que se inmortalizan en un monumento que pretende perpetuarlos o en alguna calle a ellos dedicada.

Como a cualquier persona, da igual la profesión, a los políticos también les debemos reconocer, y otorgar, la “presunción de inocencia” y el “beneficio de la duda”. Pero, y, sobre todo, sin renunciar al derecho a la crítica que todos tenemos, cuando hablemos de política y de los políticos, no simplifiquemos y cuestionemos que alguien lo haga. No hagamos como el pastor con el conde de Romanones. Es el mínimo respeto que la política, y los políticos, se merecen.

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