En apenas 24 horas, el desbloqueo se evaporó. Lo que durante meses resultó un imposible, se ha hecho realidad en un santiamén. PSOE y Podemos han alcanzado un acuerdo para formar “un Gobierno rotundamente progresista” con vocación de agotar la Legislatura. En un movimiento sorprendente e inesperado, que lleva el aroma inconfundible del asesor monclovita Iván Redondo, Pedro Sánchez y Pablo Iglesias han suscrito un pacto que han presentado en una ceremonia desangelada, torpe y fría, anticipo de los tiempos inquietantes, a la par que borrascosos, que nos aguardan. Nunca el PSOE llegó tan lejos, nunca uno de los dos principales partidos de Gobierno de nuestro país fue capaz de sucumbir a semejante tentación. España está a dos pasos de estrenar el Gobierno más radical de su historia reciente. El mundo económico tiembla y Europa nos mira con preocupación.
Hace tan sólo unas semanas, Sánchez confesaba que “no podría dormir tranquilo” con ministros de Podemos dentro del Gobierno. Antes había vetado a Iglesias como vicepresidente y había mostrado sus reticencias hacia una formación que defiende el 'derecho a decidir' en Cataluña. Todo ha cambiado como por ensalmo. El resultado de las urnas, tan poco favorable para los colores socialistas con la pérdida de 750.000 votos, ha precipitado lo que antes se antojaba rechazable. Estamos ante el clásico “donde dije digo” que pone una vez más de manifiesto la falta de escrúpulos de un personaje que a su ansia de poder une una pésima relación con la verdad y con cualquiera de los valores que cabría suponer en un líder de la socialdemocracia europea, entre ellos un cierto grado de decencia y patriotismo.
El comunicado que acompaña el anuncio del pacto es apenas un brindis al sol lleno de lugares comunes. Está por ver qué apoyos van a lograr Sánchez y su socio para hacer efectiva la investidura y, desde luego, la posterior acción de Gobierno. Aunque PSOE y Podemos apenas sumen 155 escaños, no parece que vayan a tener demasiados problemas para lograrlo, siempre y cuando cuenten con la anuencia, en forma de abstención, de ERC, algo que se da por descontado.
El llamado “Gobierno progresista” es apenas un eufemismo que a duras penas esconde la realidad de un futuro Ejecutivo integrado por los elementos más radicales de la izquierda española
Estamos ante la formación del primer Gobierno de coalición desde la restauración de la democracia. Un hecho de enorme relevancia histórica que, lamentablemente, va a concretarse en la fórmula más inquietante para los intereses de nuestro país. El llamado “Gobierno progresista” es apenas un eufemismo que a duras penas esconde la realidad de un futuro Ejecutivo integrado por los elementos más radicales de la izquierda española, desde lo más sectario de este PSOE ‘podemizado’ hasta el elenco variopinto de un partido con vocación comunista que no ha dudado en alinearse con los postulados chavistas y los dineros de la teocracia iraní, amén de haber defendido planteamientos abiertamente anticonstitucionales, en línea todo ello con las amistades independentistas y abertzales de un Iglesias que no ha dudado nunca en mofarse del himno, la bandera y todos los símbolos de los españoles.
Las urnas han hablado, en efecto, y no demasiado bien de un Sánchez que, atenazado por el pánico, ni siquiera ha intentado la apuesta razonable de un Gobierno de coalición con el PP, la fórmula que en estos momentos de tribulación, y no solo económica, más hubiera convenido al país. Un gobierno sólido y firme, con 208 diputados, al estilo de los ejecutivos que funcionan en media Europa. El socialista, sin embargo, no ha querido escuchar a un Pablo Casado que, reunido este martes con su Ejecutiva para analizar el resultado electoral, se ha mostrado demasiado prudente a la hora de reaccionar tras la jornada electoral, hasta el punto de haberse visto sorprendido por el golpe de efecto de este anuncio que no esperaba.
Si nadie lo remedia antes, España está abocada a experimentar el mayor retroceso de su historia reciente
Nuestro país afronta desafíos de enorme gravedad y no solo en el terreno económico, en plena desaceleración y con la amenaza de destrucción masiva de empleo, como es norma en toda crisis que se precie, sino en el más resbaladizo de la política, con un problema nuclear de la importancia del envite planteado en Cataluña por el separatismo, con una Generalitat instalada en una abierta rebelión contra el Estado al que debería representar, hasta el punto de haber convertido esa región en un territorio sin ley donde la Constitución es papel mojado, como estos días se está comprobando en el puesto fronterizo de La Junquera.
España precisa abordar reformas drásticas, postergadas desde hace más de un lustro, no solo para volver a crecer y abordar el definitivo saneamiento de sus cuentas públicas, sino no perder el tren de un futuro que parece alejarse a toda prisa de nosotros. Unas reformas y unos proyectos de futuro que exigirían la unión de fuerzas diversas desde la convergencia de posiciones políticas centradas, pero nunca desde los extremismos. Por eso, el anuncio de este martes es una pésima noticia para España. Tras los resultados electorales del 10-N, Vozpópuli tituló en su portada: “Sánchez conduce España al caos”. Mucho nos hubiera gustado equivocarnos, pero no han bastado ni 48 horas para que se confirme esa visión. Si nadie lo remedia antes, España está abocada a experimentar el mayor retroceso de su historia reciente.
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