Opinión

Mala política, peor gestión

¿Quién y por qué se nombra a esos presidentes de Correos o se entrega el gigante estratégico que es Renfe a quien no ha acreditado mérito alguno?

He tenido que acudir cuatro veces a Correos interesando la situación de un simple envío --¡“certificado”!)— dirigido a un colega parisino. Al principio de la búsqueda sólo recibí los larrianos “vuelva Ud. Mañana” que cuando ya bramé amagando con una reclamación legal se transformaron en inútiles consultas al destinatario y a los servicios franceses, para finalmente devolverme mi envío. La agencia privada a la que recurrí entonces me cobró medio riñón por repetir el intento y conseguirlo en tres días. Confieso que mi devoción por lo público nunca estuvo más debilitada.

Correos es la mayor empresa pública que pagamos entre todos en España. Tiene, como es sabido, cerca de 60.000 trabajadores entre contratados eventuales y funcionarios, y parece que no hay forma de paliar la reducción de su cuota de mercado ni su cifra de negocios. Conocemos mejor su catastrófica situación financiera que en 2022 alcanzó los mil millones de euros. Y ha sido gestionada últimamente por dos cuestionados presidentes: el propio jefe de Gabinete de Sánchez, que cobraba 200.000 euros anuales, y que tras su forzoso relevo fue compensado por el Amado Líder con la dirección de la sociedad estatal que  mejor o peor lleva la cosa de las autopistas; y tras esa minerva, otro que tal, encargado, tras su actividad militante en el PSOE murciano, del negocio de los Paradores Nacionales y amigo, por lo visto, del defenestrado ministro Ábalos. Si ustedes oyeran lo que desde alguna ventanilla comentan algunos trabajadores sensatos compartirían conmigo la convicción de que el creciente negocio privado de las comunicaciones ha ganado ya sobradamente el pulso con la vieja institución que fundó Felipe V.

La Renfe fue siempre motivo de bromas y chistes pero hay que aceptar que, en manos de ese dóberman que dirige el ministerio de Transportes ha alcanzado los niveles más bajos que quepa recordar

Eso por un lado. Pero ¿qué me dicen de Renfe? Ante el actual caos ferroviario, me temo que poco más. Todo le sale mal a ese otro coloso que dicen que ha ahondado sin medida su antigua crisis reputacional hasta dar de bruces con el desastre mientras él mantiene que el negocio vive “el mejor momento de su historia”: máquinas que no caben por los túneles, viajeros atrapados días tras día en estaciones y aeropuertos, incontables fallos en la infraestructura, trenes averiados y pasajeros abandonados en medio de la Nada, en algún caso tras escapar de ellos rompiendo las ventanillas, conflicto crónico en los “cercanías” madrileños o en las “rodalies” catalanas, reclamaciones de las compañías aéreas por la grave falta de información recibida en los momentos críticos… Hombre, la Renfe fue siempre motivo de bromas y chistes pero hay que aceptar que, en manos de ese dóberman que dirige el Ministerio de Transportes ha alcanzado, a pesar de su desvergonzado discurso, los niveles más bajos que quepa recordar y que, encima, no deja de incordiar a la competencia privada, que tampoco es que sea la puntual ferrovía de Mussolini, pero que ahí anda tratando de abrirse camino como buenamente puede y a pesar del improvisado ministro.

Los compinches más acreditados

Nuestro problema no es sólo la mala política, ni el amiguismo vergonzante, ni los trapicheos de los trincones, convénzanse. Es la gestión desastrosa, la infame teoría de que “to er mundo vale pa to” que ha desprestigiado sin remedio nuestra acción pública, la práctica temeraria de enchufar a los protegidos sin la menor consideración en los puestos de mayor responsabilidad. Es la ocurrencia de entregar el patrimonio más complejo y delicado al compinche más acreditado. ¿Quién y por qué se nombra a esos presidentes de Correos o se entrega el gigante estratégico que es Renfe a quien no ha acreditado mérito alguno al margen de su agresiva capacidad de embrollar y su maniática dependencia de las llamadas redes sociales? Ni siquiera cabe apuntar la culpa al cuestionable desmantelamiento del sector público heredado de la Dictadura a manos tanto de la Izquierda como de la Derecha, porque aquello pudo ser cuestionable pero no dejaba de ser un plan y, en cierto modo, un proyecto. Y esto, lo de ahora, es otra cosa diferente. Es el efecto de la mediocridad y el colapso de la política, el inevitable resultado de la arbitrariedad llevada al paroxismo. O sea que queda escaso margen a la esperanza, porque el remedio de semejante desdicha nacional habrá de resultar, en el mejor de los casos, el esfuerzo colectivo más costoso que quepa registrar en esta combatida democracia.

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