Opinión

La maldición del turismo

Se impone cobrar unas tasas punitivas a los visitantes para mantener el número de turistas a un nivel razonable. Los ejemplos de Ámsterdam y Nueva York.

  • Un grupo de turista caminan con sus maletas por el centro de Valencia. -

Hay países que encuentran petróleo. Hay países que tienen yacimientos de piedras preciosas, oro, plata o minerales exóticos. Hay países que son extraordinariamente fértiles o que pueden albergar cultivos que no crecen en ningún otro lugar. España, por suerte o por desgracia, no tiene acceso a ninguno de estos recursos naturales. Nuestra bendición es cultural y estética: tenemos un país extraordinariamente bonito y agradable, y eso hace que gente de todo el mundo quiera visitarlo.

El turismo es nuestro petróleo, esencialmente. Y como todos los países que se han topado con montañas de recursos naturales, es un arma de doble filo.

Empecemos por algo muy básico: los recursos naturales son valiosos, pero no generan riqueza de forma directa. Tenemos el planeta entero de petroestados y territorios con enormes riquezas mineras que siguen viviendo anclados a medio camino entre la pobreza y una economía avanzada. El resultado más habitual cuando un país encuentra petróleo son décadas de crecimiento económico mediocre, corrupción política y enormes desigualdades sociales.

Lo que suele suceder es lo que los economistas llaman “el síndrome del holandés”: ante la existencia de un recurso relativamente fácil de extraer y vender al exterior, el capital inversor existente se concentra en explotar al máximo los yacimientos encontrados. Esto acaba provocando una falta de inversiones en el resto del tejido productivo, empujando la economía hacia una especie de monocultivo de recursos naturales. Para los políticos resulta muy complicado redirigir el dinero generado hacia sectores que se han quedado sin capital, ya que los votantes suelen demandar que los ingresos del petróleo se redistribuyan, no que se reinviertan.

Hay un determinado punto donde la cantidad de gente tomando fotos arruina la experiencia, del mismo modo que tener demasiada gente en una playa o subiendo al Monte Perdido

La economía española sufre este problema parcialmente. Un porcentaje colosal de nuestro PIB se centra en el sector turístico, así como muchas de nuestras inversiones. El turismo, sin embargo, es un sector más fragmentado y competitivo que un yacimiento de petróleo, y es mucho más intensivo en mano de obra, no en capital. Así que, en vez de tener una minoría de burócratas u oligarcas controlando los pozos, tenemos varios millones de personas trabajando en el sector. El turismo, además, es complementario con otras actividades económicas (servicios, transporte, infraestructuras…), o al menos no está radicalmente en contradicción como una economía extractiva pura.

El sector turístico tiene también una diferencia sustancial con los hidrocarburos o la minería: es posible sobreexplotarlo. Pongamos, por ejemplo, una ciudad monumental como Barcelona. Es posible acomodar que dos o tres millones de turistas visiten la Sagrada Familia cada año. Quizás sea práctico tener cuatro o cinco millones. Hay un determinado punto, sin embargo, donde la cantidad de gente tomando fotos arruina la experiencia, del mismo modo que tener demasiada gente en una playa o subiendo al Monte Perdido destrozaría la experiencia. Los economistas llaman a esta clase de escenarios (recursos abiertos a todos pero que si son utilizados demasiado son destruidos) bienes públicos, y el turismo, desgraciadamente, es uno de ellos. Un exceso de visitantes puede hacer una ciudad invivible y destruirla como destino turístico atractivo.

Los economistas tienen una variedad de estrategias y medidas para evitar la tragedia de los comunes, aunque suelen reducirse a un concepto bastante sencillo: hacer que su uso tenga un coste, un precio. En el caso de la Sagrada Familia, sus gestores pueden cobrar una (carísima) entrada, pero la ciudad de Barcelona en agregado cada vez se parece más a un bien público sobreexplotado. Hay demasiados turistas, y quizás va siendo hora de cobrar entrada.

Aunque la imagen de un peaje para entrar en la Rambla quizás sea poco atractiva, en este caso estoy hablando de impuestos. Barcelona, al igual que muchas otras ciudades españolas, tiene una tasa turística, pero al nivel actual (€3,25 la noche en tasa municipal, €3,5 autonómica; algo menos para cruceros y pisos de alquiler) es claramente insuficiente; hay un margen enorme para poder subirla. Ámsterdam, sin ir más lejos, cobra un recargo del 12,5% a sus visitantes en el recibo del hotel. La ciudad de Nueva York cobra un 14%. Quizás no sea necesario llegar a estos niveles extremos, pero si queremos reducir el número de visitantes y hacer que los que vienen sean más acaudalados, imponer una tasa convincente sería un gran primer paso.

Los impuestos a turistas tienen además varias ventajas. Primero, no lo pagan tus votantes, sino gente de paso, así que pueden ser aprobados sin demasiados lloros. Segundo, si eres un destino atractivo (y España lo es) seguirás atrayendo a visitantes con facilidad. Tercero, el dinero recaudado puede ser considerable, así que lo puedes destinar a servicios más útiles o a rebajar impuestos a tus residentes.

Sería bastante absurdo que un país con un recurso “natural” tan abundante como es el turismo para España decidiera dejar de explotarlo. Lo que es imprescindible, eso sí, es que lo gestionemos de la forma más racional posible.

Soy de la opinión de que eso incluye cobrar unas tasas punitivas a los visitantes para mantener el número de turistas a un nivel razonable.

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