Opinión

Las manos en la masa de Oriol Junqueras

Manolo Santana ganó el torneo de tenis de Wimbledon en 1966, al imponerse en el All England Tennis Club a un gigantón apellidado Ralston en tres sets. A la hora

Manolo Santana ganó el torneo de tenis de Wimbledon en 1966, al imponerse en el All England Tennis Club a un gigantón apellidado Ralston en tres sets. A la hora de recoger el preciado trofeo, el tenista español, tan emocionado como escasamente advertido en asuntos de protocolo, agarró la mano de la princesa Marina, duquesa de Kent, y le estampó un sonoro beso ante el gesto espantado de la ilustre señora que trataba como podía de retirar el brazo. “A mí nadie me dijo que con la familia real británica hay que seguir una serie de reglas de protocolo y mi intención fue besar la mano de la duquesa, porque según pensaba, era lo que estaba bien. Luego vi que no era lo adecuado”, comentaría el propio afectado tiempo después.

A Adolfo Suárez, otro paleto en cuestiones de protocolo cuando se hizo con la presidencia del Gobierno de España, le ocurrió algo parecido durante su primer viaje oficial a Marruecos. Recibido en Fez por el monarca alauita con todos los honores, el de Ávila pretendió un acercamiento más íntimo que el  simple y frío apretón de manos y se lanzó con la intención de dar un abrazo al Rey Hassan II, un tipo exquisito que meaba colonia como es sabido, que retrocedió horrorizado mientras farfullaba algo parecido a ne me touche pas en correcto franchute, como el estribillo de la célebre canción de Patricia Carli.  Son las reglas de la proxémica, la cosa, dizque estudio científico, creada en los años sesenta por el antropólogo Edward Hall, quien dedicó su tiempo a estudiar las distancias corporales que mantiene la gente al relacionarse según el momento y el rango de la misma.

Uno tiene la obligación de situase a una distancia no inferior a tres metros si es recibido en palacio por la reina de Inglaterra, y dejar que sea ella quien se acerque a la distancia que considere adecuada si así lo estima oportuno. Por supuesto, no se puede dar nunca la espalda a la venerable anciana, ni caminar detrás a menos de un metro. Son reglas de protocolo, tan arcaicas o anacrónicas como se les quiera considerar, que siguen vigentes en la corte de los Windsor. Ayer tuvimos ocasión de contemplar en dos diarios españoles a Soraya Sáenz de Santamaría, engalanada con vestido rojo pasión, y justo detrás, pegadito, pegadito, al orondo vicepresidente y conseller de Economía de la Generalitat, Oriol Junqueras, que descorbatado y sin afeitar, as usual, masajeaba con tanta naturalidad como afecto los hombros de la señora vicepresidenta del Gobierno de España, quien, a juzgar por el gesto de embeleso, no parecía encontrar la situación no ya como una intolerable intromisión en su espacio vital, sino como algo simplemente chocante. Y con el rey Felipe VI de infortunado testigo, que esa es otra. En el MWC de Barcelona como escenario.

Hall aseguraba que la distancia social entre las personas se refleja también en una distancia física. Una simple cuestión de sentido común, tal vez de educación, cabría decir incluso que de urbanidad, nos indica la distancia correcta a la que podemos llegar a situarnos cuando nos comunicamos con alguien según la situación concreta de que se trate, y nuestro estatus, por ejemplo, la condición o no de representante de la soberanía popular. Existe una “distancia personal” de entre 50 centímetros y un metro, equivalente grosso modo a la longitud de un brazo, para hablar con nuestros conocidos. Y una “distancia íntima” que reservamos para personas de nuestra mayor confianza y que suele ir acompañada por recursos gestuales que claramente revelan esa cercanía. ¿Qué tipo de intimidad delata el gesto de masajear, con la naturalidad con la que Junqueras debe tomarse un whisky en el salón de su casa después de un día de duro estrés, los hombros de una vicepresidenta del Gobierno?

¿Está pasando algo en los encuentros vis a vis?

¿Cuántas veces no hemos sospechado la existencia de “gato encerrado”, de una relación a escondidas entre dos compañeros de trabajo basada en las miradas compartidas, las risas inexplicables, los guiños cruzados, las mutuas excursiones a la máquina del café…? ¿Cuánto hay de íntimo o de puramente casual en ese gesto de tocamiento, que de puro espontáneo no parece improvisado, entre la vicepresidenta del Gobierno de España y el político independentista cuya máxima aspiración consiste en hacer añicos la unidad de España? ¿Qué está pasando, si es que está pasando algo, en los encuentros personales, tête-à-tête o vis a vis, que ambos vienen manteniendo con la debida discreción para tratar del asunto que se traen entre manos? ¿Está ocurriendo algo que los españoles no sepamos en lo que a los españoles concierne, esto es, la supuesta negociación entre el Estado y los independentistas, ello dando por sentado que cualquier otro tipo de relación entre nuestra princesa y galán patán capitán del prusés nos trae sin cuidado?

¿Está usted haciendo algo de lo que pueda arrepentiste en el futuro, señora vicepresidenta, algo que podamos lamentar todos los españoles? ¿Está usted negociando en secreto lo que debería ser cristalinamente transparente? ¿Cómo consiente usted esa familiaridad? ¿Cómo no pone usted firme a quien se atreve a tocarle de ese modo? ¿No le ha dado un poco de vergüenza cuando se ha visto en las fotos? Aquí se está jugando la suerte de España, señora, que es mucho más importante que su carrera política y por supuesto que sus filias y/o fobias personales, y debería usted poner un cuidado exquisito en su relación con alguien cuya aspiración no es otra que acabar con la unidad de España, que es tanto como decir con la paz y prosperidad de los españoles todos. Debería usted haberse opuesto radicalmente a ese manoseo hombruno por el simple hecho de respetarse a sí misma, primero, y sobre todo porque usted nos representa a todos, y esa imagen nos ofende a todos. Nos humilla a todos.

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