Manuel López Obrador tiene cuentas pendientes, y no son pocas: con Hernán Cortés, con el Estado español e incluso con el mismísimo Rey de España, al que ha enviado una carta para poner en negro sobre blanco el agravio de la Conquista, una que para él no ha prescrito. Hernán Cortes y los suyos masacraron, espoliaron y arrasaron. Sí, lo hicieron. Hace ya 500 años.
Desde entonces, han transcurrido varias revoluciones: la francesa, la industrial y hasta la de Emiliano Zapata. A pesar de eso, el paisaje mexicano permanece inmóvil, aunque Porfirio Díaz edificara una réplica de la opera parisina, Benito Juárez padeciera una invasión francesa y los hijos de los hijos de Lázaro Cárdenas gobernaran a manos llenas durante casi un siglo.
Aun siendo un virreinato, o acaso por eso, México nunca corrigió la desigualdad. Los que pudieron solventarla no lo hicieron y los que todavía pueden hacerlo prefieren ponerle un telegrama a Hernán Cortes. A diferencia de los tiempos del Centauro del Norte, los caudillos de hoy prefieren la grupa de los medios a la de la realidad, de la misma forma en que el subcomandante Marcos optó por el el Fax de los años noventa a la verdadera revolución zapatista.
México nunca corrigió la desigualdad. Los que pudieron solventarla no lo hicieron y los que todavía pueden hacerlo prefieren ponerle un telegrama a Hernán Cortes
Se llena la boca El Peje, aún a sabiendas de que es por ahí por donde muere el pez. “Deberíamos abolir la arrogancia y la susceptibilidad entre España e Hispanoamérica”, dijo Octavio Paz hace ya veinte años. Una generación entera separa aquella frase del Premio Nobel de Literatura de la ocurrencia del actual presidente mexicano, que se las juega -nunca mejor dicho- a la carta del espectáculo.
La misiva de agravio de López Obrador por lo que hizo Hernán Cortes es una versión azteca del muro de Trump, una puesta al día del Hugo Chávez que derribó la estatua de Cristóbal Colón mientras se aprovechaba políticamente de los indígenas a los que su sucesor, Nicolás Maduro, mató a tiros hace casi poco más un mes en la frontera con Brasil. El tancredismo más elemental: cambiar las cosas para que sigan igual.
Cuando Andrés López Obrador se lanzó como candidato la Presidencia de México en 2006, acumulaba ya cinco años como jefe de gobierno del Distrito Federal. Era madrugador, controvertido y chulo, alguien encantado consigo mismo que arrancaba todos los días a las seis y treinta de la mañana con una rueda de prensa, una especie de Aló, alcalde. Esa afición que tienen los megalómanos a escucharse a sí mismos y obligar a los demás a hacerlo.
El presidente mexicano exhibe esa arrogancia de quienes saben que será siempre más fácil reinventar el agua tibia del agravio que resolver el viejo acertijo de la pobreza
Hace ya más de diez años que López Obrador perdió unas elecciones ante Felipe Calderón, no sin antes paralizar la capital mexicana durante un mes exigiendo un recuento de votos. Quien escribe esta Polaroid recorrió una y otra vez la calle Madero del DF, buscando respuestas ante un asunto que ya estaba muy claro: el agravio es el mayor argumento de los que no quieren gobernar. Nadie nunca validó el fraude del que López Obrador dijo ser víctima. Le sucedieron en Los Pinos Felipe Calderón, Enrique Peña Nieto y cientos de miles de muertos a los que nadie jamás dio respuesta: los del narcotráfico, la pobreza y el atraso de una nación luminosa al mismo tiempo que desigual.
López Obrador, que es nieto de campesinos tabasqueños y cántabros, preparó su ofensiva política durante más de una década. Ahora que es, al fin, presidente de México, sigue siendo malo para las matemáticas y muy bueno para el béisbol, aunque eso no lo exima de seguir enfureciéndose cuando pierden los suyos.
El mexicano exhibe esa arrogancia de quienes saben que será siempre más fácil reinventar el agua tibia del agravio que resolver el viejo acertijo de la pobreza. Qué más da. Para eso está Hernán Cortes: para endosarle muertos suficientes: los que él ya traía a cuestas y los que muchos otros no quisieron evitar. “Deberíamos abolir la arrogancia y la susceptibilidad entre España e Hispanoamérica”… Llevaba razón el maestro Octavio Paz. Sí, llevaba razón.