Con la atención puesta en el Debate sobre el Estado de la Nación, la noticia pasó desapercibida. Según la nota de prensa del Congreso de los Diputados, la Comisión de Transición Ecológica y Reto Demográfico aprobó el pasado 13 de julio una proposición de ley de lo más original, pues convierte al Mar Menor en sujeto de derechos. Han leído bien. Como saben, a pesar del nombre, es la mayor albufera del litoral español, una laguna costera de agua salina situada en la región de Murcia. De prosperar el proyecto de ley, la laguna y su cuenca serán reconocidas en el ordenamiento jurídico español como una entidad dotada de personalidad jurídica y titular de derechos.
La proposición de ley es fruto de la iniciativa legislativa popular, que reunió las firmas necesarias para iniciar el trámite parlamentario. En abril de este año fue aprobada en el Pleno del Congreso por una rotunda mayoría de 274 votos a favor, 53 en contra y 6 abstenciones. Tras su paso por la Comisión en la que obtuvo igualmente una mayoría clara, el proyecto legislativo pasa ahora al Senado, donde continuará su andadura parlamentaria previsiblemente con éxito.
Como exige el espíritu de los tiempos, la exposición de motivos es bien extensa y no pierde la oportunidad de entrar en profundas disquisiciones filosóficas sobre el puesto del ser humano en el orden natural. El motivo debería estar bien claro: la laguna es un ecosistema frágil, crecientemente degradado por la intensificación de los usos humanos, de la agricultura al turismo, en torno a ella. Prueba de esa situación crítica son los episodios de elevada mortandad de peces y algas sobre los que la prensa y las asociaciones ecologistas han dado la voz de alarma en los últimos años.
Ahora bien, a la vista de la insuficiencia de los actuales instrumentos jurídicos de protección, el proyecto de ley propone ‘dar un salto cualitativo y adoptar un nuevo modelo jurídico-político’ que consiste en reconocer que la laguna tiene personalidad jurídica propia como titular de derechos y dotarla a tal efecto de una carta de derechos. Con tal declaración de derechos, el ecosistema de la albufera ‘pasa de ser un mero objeto de protección, recuperación y desarrollo, a ser un sujeto inseparablemente biológico, ambiental, cultural y espiritual’. ¡Espiritual! El salto no es poca cosa.
Los redactores son bien conscientes de la novedad jurídica (y hasta metafísica) del paso y, desde luego, están encantados de darlo: como dicen, ello nos situaría ‘en línea con la vanguardia jurídica internacional y el movimiento global de reconocimiento de los derechos de la naturaleza’. Puestos a hacer de avanzadilla, tampoco nos ahorran la retórica del ‘estar a la altura de los tiempos’, que en este caso sería todo un periodo geológico como el Antropoceno. Decía Milan Kundera que el kitsch son dos lágrimas, las de quien se emociona al ver a un niño corriendo por el césped y se emociona a la vez por ser de la clase de personas que se conmueven por ello. Algo de ello se trasluce en el moderno legislador que gusta de verse siempre a la vanguardia del progreso.
¿Qué dice el bill of rights del Mar Menor? En el artículo primero se declara la personalidad jurídica de la laguna y se describe con detalle el área biogeográfica (‘un gran plano inclinado de 1600 km2 con dirección Noroeste-Sureste…’), incluidos los acuíferos, que pasa a ser titular de derechos. En el segundo se establecen cuáles son esos derechos, entre los que se cuentan el derecho a la protección, a la conservación y a la restauración, que correrán ‘a cargo de los gobiernos y habitantes ribereños’. El más llamativo es el primero de esos derechos, del que presumiblemente se derivan los demás: ‘el derecho a existir y a evolucionar naturalmente’. Pues como se explica en el artículo, el Mar Menor se rige por un orden natural o ley ecológica que hace posible su existencia como ecosistema lagunar; por tanto, el derecho a existir y evolucionar de la albufera implica respetar esa ley ecológica, amenazada por las presiones humanas. Si no hay derechos sin ley, aquí hemos vuelto a la ley natural por un camino que dejaría boquiabiertos a los viejos iusnaturalistas.
Ante la dificultad práctica de que el ecosistema reclame sus derechos o acuda a los tribunales en caso de verlos conculcados, hay que nombrarle un tutor legal. Para ello se crea un Comité de Representantes, formado por seis miembros de las administraciones públicas y siete por parte de la ciudadanía, que serán los mismos promotores de la iniciativa legislativa popular curiosamente. Estos velarán por los derechos de la nueva personal legal, contando con las aportaciones de una Comisión de Seguimiento y un consejo científico asesor.
Cuestión de orden filosófico
Ahora bien, la cuestión que plantea la original iniciativa legislativa es de orden filosófico y hasta conceptual: ¿puede una albufera, por grande y salobre que sea, tener derechos? ¿Cómo se justifica que por ley se convierta a una laguna en titular de derechos? El proyecto de ley habla de una nueva ‘interpretación ecocéntrica’ del derecho que amplíe la categoría de sujeto de derechos a las entidades naturales ‘con base en la evidencias aportadas por las ciencias de la vida’. Pero sobre este punto conviene ser claro: las ciencias ni nos dicen ni pueden decirnos quién ha de ser sujeto de derechos; algo que sólo puede ser sostenido a través de un argumento moral.
Desbrozada la retórica vacua, como justificación nos quedarían los valores medioambientales de la laguna (‘su valor ecológico intrínseco’) junto con la necesidad de preservarlos para las generaciones futuras. De ello se sigue la importancia de reforzar las medidas de protección del ecosistema natural frente a la sobreexplotación humana, pero en modo alguno que haya que convertirlo en sujeto de derechos. De lo contrario estaríamos suscribiendo, como parecen hacer nuestros legisladores, el siguiente tipo de razonamiento: (1) X es un bien valioso (¡perdón por la redundancia!) y (2) X debería ser protegido; luego (3) X tiene derechos (a la existencia, etcétera). Ahí está el salto, como debería ser obvio, pues tales premisas son insuficientes para establecer la conclusión. Que añadamos en la primera que se trata de un valor intrínseco nada cambia al respecto.
Lo que se obvia con tal razonamiento es la cuestión crucial de cuándo podemos atribuir derechos a alguien, asunto que ha dividido a filósofos y juristas tradicionalmente. Unos sostienen que un derecho asegura al titular cierto margen de elección y de control sobre las obligaciones de otros, lo que supone que el sujeto ha de tener voluntad o elección propia, siendo capaz de exigir el cumplimiento de sus derechos o condonarlo. No parece el caso de una laguna. Otros en cambio sostienen una concepción menos estricta según la cual un derecho protege o promueve algún interés o aspecto relevante del bienestar de su titular. Ahora bien, que una laguna tenga valores ecológicos o paisajísticos, que sea el hábitat de una rica fauna y flora, no quiere decir que tenga intereses como tal; pensar otra cosa parece más una proyección antropomórfica. Ni siquiera vale alegar que se trataría de una persona ficta, una ficción legal a la que el derecho otorga derechos y obligaciones como sucede con las corporaciones, puesto que éstas sí tendrían una voluntad propia que se expresa a través de sus órganos de gobierno.
Pensemos por lo demás en las consecuencias del salto que propone el legislador, si aceptamos el principio ecocéntrico según el cual cualquier entidad natural valiosa y digna de protección puede constituirse en sujeto de derechos. Podríamos empezar por aplicarlo al Parque Nacional del Monfragüe o a la Sierra de Mijas, devastados estos días por los incendios, y extenderlo a bosques, montes y toda clase de parajes naturales sin límites previsibles. Ya puestos, ¿por qué no un árbol concreto como persona legal? Tampoco habría por qué ceñirse al mundo natural exclusivamente: ¿acaso las obras de arte, como pinturas, esculturas o edificios de valor no merecen especial cuidado y protección? Que la cosa puede ir mucho más lejos puede verse por el tenor de la denominada ley de memoria democrática, ahora en trámite, donde el legislador declara a las culturas y lenguas catalanas, vascas y gallegas, en tanto que tales, como víctimas de la Guerra Civil y la represión franquista. De ahí a reconocerles derechos no hay tanto.
Sin embargo, lenguas, culturas y lagunas no son nadie. Por así decir, no pueden ser más que el orden de cosas en el que se comete la injusticia, pero nunca el sujeto a quien se agravia o daña, pues sólo las personas son víctimas reales de persecuciones e injusticias. Perder de vista esa distinción es fatal para el lenguaje de los derechos, imprescindible como es para asegurar el estatus de las personas y proteger sus intereses, tanto en el derecho como en la moralidad. Es una buena razón para contemplar con aprensión este tipo de iniciativas à la page que expanden la categoría de sujeto de derechos sin más criterio que defender pretendidamente una buena causa. Es tanto como malbaratar el lenguaje de los derechos y esas cosas nunca salen gratis.
¡Que tengan buen verano!
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