Como buen dios, cargó su propia cruz. Subió y bajó de ella tantas veces que ya ni estigmas le quedaban para atestiguar su viacrucis, sólo perforaciones de pendientes marcaban el paso de un tiempo de videojuego en el que nunca fue posible volver atrás. Todopoderoso hasta en el nombre, Diego Armando Maradona goleó a la Inglaterra de la Thatcher y lo celebró en el balcón de la Casa Rosada, hoy capilla ardiente para su cuerpo sin vida. Ha muerto Maradona y con él un tiempo.
Si Tomás Eloy glosó a Evita como a una Santa, Maradona fue adorado no sólo por sus prodigios, sino también porque era un dios sucio, pecador, el más humano de los dioses, escribió sobre él Eduardo Galeano, que compartía con 'el Pelusa' su debilidad por el fútbol y la propensión a los tiranos. Anduvo Maradona con Fidel Castro y Hugo Chávez, con Evo Morales y Nicolás Maduro.
Maradona hizo lo que los mesías: pasar de mano en mano hasta hacerse cáliz. Salió en hombros de varios estadios y de unos cuantos palcos, como el del Mundial de Rusia, donde se exhibió atado al palo de su leyenda menguante, borracho perdido como un Baco de tetrabrik. Aspiró en exceso la sustancia de su propio ego y dilapidó el Olimpo de aquel México 86 que lo convirtió en dios.
Maradona fue adorado no sólo por sus prodigios, sino también porque era un dios sucio, pecador, el más humano de los dioses
Trágico como un tango, el petiso de los potreros de Fiorito no se resistió al cheque en blanco del exceso. Como a los autócratas por los que perdió la cabeza, Maradona prefirió arrasar la tierra en la que no reinase. Lo hizo como seleccionador en aquel Mundial de Sudáfrica en el que se comió vivo a Messi como un Saturno devorador de sus propios hijos. Como buen padre autoritario, Maradona consiguió lo que Messi no pudo: un lugar en el pueblo, que llorará esta semana su muerte como si de una catarsis se tratara.
De aquella melena a lo Sansón de los ochenta le fue quedando la pelusilla del apodo y la nostalgia del héroe sin peana. Como al brazo de la Santa habrá que reservar una cristalera para exponer su pierna izquierda en la Bombonera y un sagrario para guardar su mano goleadora. Crear pues un altar en toda regla, como el que existe en el bar napolitano de Piazetta Nilo en el que se exhibe, como al santísimo, un mechón de cabello suyo dentro de una cajetilla de tabaco. Maradona ha descendido, al fin, de la cruz a la que él mismo se subió.
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