Dicen que la democracia es el mejor de los sistemas políticos posibles. Yo así lo creo. Por lo menos en nuestra cultura occidental, y después de soportar, a lo largo de la historia, todos los regímenes y formas de gobierno imaginables, hemos llegado a esa conclusión. Y tan convencidos estamos de ello que intentamos, y en muchas ocasiones queremos imponer, que, en otras culturas, la democracia se vaya abriendo paso, entre otras cosas, porque pensamos que para llegar a acuerdos vinculantes con cualquier pueblo o nación no basta con que firme el líder, mas o menos carismático, el jefe del clan, o el dirigente autoproclamado o consentido, sino que exigimos que el que adquiera los compromisos tenga el apoyo de su sociedad.
Porque es curioso, e impresionante, lo que ocurre en una sociedad democrática consolidada. Cuando depositamos nuestro voto en la urna, con el introducimos toda una filosofía de vida, una mezcla de esperanzas, sentimientos, frustraciones y deseos que, creemos, en un sorprendente acto de fe, que van a satisfacer aquel o aquellos a quienes hemos votado. Cuando votamos estamos seguros de que los elegidos nos gobernarán como nosotros creemos que deben hacerlo, y nos sentimos ligados a las decisiones que toman porque, precisamente, para eso los hemos elegido. Y si en el transcurso del tiempo nos damos cuenta que esas decisiones no son aquellas que esperábamos, sabemos que tendremos la oportunidad de, en las siguientes elecciones, retirarles nuestra confianza. Por eso, las naciones, los países, las sociedades democráticas funcionan, ya que sus gobernantes saben que sus decisiones se cumplen porque tienen el apoyo de sus ciudadanos.
Confiados en el buen hacer de los partidos, nos encontramos que personas inadecuadas pueden llevar a todo un pueblo al desencanto
Teóricamente, el sistema es perfecto. Pero el uso de la democracia, el día a día del sistema, pone en evidencia defectos, errores o inconvenientes que somos también los ciudadanos los que, con nuestra actitud y exigencias, hemos de corregir. Cuando votamos elegimos a personas que, previamente, han sido seleccionadas como idóneas por sus respectivas opciones políticas. Los ciudadanos confiamos en que las ideas y tendencias que manifiestan esas opciones son las que van a defender las personas que, con nuestro voto, vamos a convertir en líderes sociales. Sin embargo, ocurre con demasiada frecuencia que las personas designadas por los partidos no son las idóneas para gobernarnos. Y es ahí donde puede fallar la democracia. Confiados en el buen hacer de los partidos, nos encontramos que personas inadecuadas pueden llevar a todo un pueblo al desencanto. Cierto que podremos corregir en las elecciones siguientes, pero cierto también que la desilusión que provoca un líder inadecuado puede perjudicar la confianza de la sociedad en el sistema.
Y es que toda sociedad necesita líderes que la dirijan. En un régimen democrático, cuando votamos, elegimos no solo a unos gobernantes, sino también a una aristocracia que, con su comportamiento, costumbres, ética y modo de hacer las cosas, deben servir de ejemplo a toda la sociedad. Gobernar a un pueblo, a un país, no solo es dar órdenes o firmar acuerdos o decretos. Gobernar es “marcar estilo” en todos los aspectos, incluso, o también, desde un punto de vista estético. De lo contrario, cuando no existe una aristocracia gobernantes que, con su modo de actuar, tenga capacidad de influencia, de mostrar lo que es bueno de lo que es malo, la sociedad se fija en aquellos que, por el contrario, son famosos, o conocidos, por su falta de ética, su inmoralidad, su carencia de valores, por su vida desordenada, o simplemente, porque les ha tocado la lotería o se han hecho ricos de un modo extraño. Una sociedad sin clase dirigente, sin líderes capaces de “marcar estilo”, camina hacia la indiferencia, hacia el “todo es lo mismo”, o “el todo da igual”, hacia su propia decadencia, por muy democrática, en las formas, que sea. Y dicho sea de paso, gran parte de la culpa de la crisis que hoy soportamos, aquí y fuera de aquí, se debe a la falta de escrúpulos, a la falta de sentido de lo que es bueno o malo, al relativismo y avaricia desmesurada, de gran parte de los que convertimos en elite dirigente.
Y permítanme una “nota al margen” a propósito de “marcar estilo”. Estamos en plenas elecciones en el Pais Vasco. Son varias las opciones posibles para poder gobernar allí. El tiempo nos dirá, pero espero que nacionalistas, populares y socialistas, y para ejemplo de todo el país, sean capaces de “marcar estilo”.
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