Un estado fallido es aquél que funciona, en el ámbito institucional, al margen del Estado de Derecho, y en el económico su renta per cápita se mantiene estructuralmente estancada, mientras el endeudamiento público alcanza límites infinanciables.
Hasta ahora, la aventura fallida del estado español, se podía considerar imposible siendo miembros de la Unión Europea, pero todo indica que las instituciones europeas hace tiempo que están dejando de ser lo que debieran, y por tanto ya no nos podemos fiar -como muchos pensábamos- de que sean baluarte del Estado de Derecho ni freno del endeudamiento público.
Comenzando por el Estado de Derecho, resulta que es bastante probable que el adjetivo/nombre forajido proceda etimológicamente del catalán antiguo –“fora(e)xit– y sea aplicable -según el Diccionario General de la Lengua Española- a quienes “viven fuera de la ley….huyendo continuamente de la justicia”. Pues hete aquí que un forajido de la justicia española sigue amparado por la UE para decidir libremente nuevas y flagrantes deserciones del estado de derecho español, mientras que el Banco Central Europeo sigue prestando sin cesar a la economía con más desempleo, que menos crece y más acrecienta su endeudamiento público. Todo ello anima a los secesionistas del orden constitucional y pésimos gestores de nuestra economía a seguir adelante hacia el estado fallido que persiguen con tanto denuedo como triste éxito.
El intento de disolver el cuerpo judicial integrado por los mejores opositores en una limpia y acreditada competencia profesional para sustituirlos por un “turno” político al gusto progresista, no ha fructificado
Los otros dos bastiones, amén de la UE, que podían evitar los descarrilamientos de un orden político civilizado: la Justicia y la Corona, se encuentran cada vez más despreciados y maniatados por la aleación política que gobierna y posiblemente seguirá haciéndolo en el próximo futuro. Afortunadamente la justicia de todos los días sigue siendo independiente y fiable, hasta ahora; pues el intento populista de disolver el cuerpo judicial integrado por los mejores opositores en una limpia y acreditada competencia profesional para sustituirlos por un “turno” político al gusto progresista, no ha fructificado, felizmente, hasta ahora. La figura de S.M. El Rey, con el consentimiento, cuando no las propias prácticas del gobierno, se encuentra cada vez más maltratada, siendo que representa, no solo legítimamente a todos los españoles, sino que además lo hace con un grandeza de Jefe de Estado que pocos países del mundo civilizado disfrutan.
Lo dicho hasta aquí pone de manifiesto que cada vez estamos más “solos ante el peligro” y con menos cartas que jugar. La principal, necesaria y cada vez más acuciante: la sustitución democrática del actual -y posiblemente próximo- gobierno por otro que tenga como nortes políticos la rehabilitación del Estado de Derecho y la recuperación del crecimiento económico.
Las últimas elecciones han puesto de manifiesto un fallo sustancial de nuestro marco institucional: nuestro sistema electoral -algo completamente inaudito en el resto del mundo civilizado- posibilita formar gobierno a los perdedores de las elecciones que, además, tienen por declarada finalidad seguir actuando contra la Constitución y el Estado de Derecho; incluida la disolución del propio Estado Nacional.
Lamentablemente la posibilidad de modificar y normalizar nuestro sistema electoral está muy alejada de la realidad; siendo algo imprescindible para la buena gobernación de España y favorable a los intereses de los grandes partidos; ambos, cuando han gobernado nunca la tomaron en consideración.
Más de media España, ahora desconsolada espera de los partidos no totalitarios actuaciones pedagógicas en defensa de la regeneración del Estado de Derecho
El otro gran problema político de la España contemporánea, el independentismo, nos sigue remitiendo al dictamen de Ortega: “Habrá que seguir conviviendo con la crónica enfermedad”. Tras las últimas efervescencias vuelve a remitir socialmente para seguir habitando en su encerrado mundo fantástico ajeno -cual república bananera- cada vez más del Estado de Derecho. La decadencia económica y social seguirá siendo el coste de la enfermedad, hasta que dure.
Mientras tanto, más de media España, ahora desconsolada -o de medio luto, como gusta decir risiblemente a los perdedores de las elecciones pero posibles ganadores del gobierno– espera de los partidos no totalitarios actuaciones pedagógicas -apenas presentes en sus campañas electorales- en defensa de la regeneración del Estado de Derecho y la vuelta a un crecimiento económico -perdido en el tiempo- sostenido por sus inmemoriales pilares básicos: libertad de mercados e innovación, para acrecentar nuestra estancada productividad y consecuentemente el empleo y sobre todo los salarios y la renta per cápita que los gobiernos socialistas del siglo XXI han venido depreciando sin cesar.
La mayoría de los votantes de los partidos que posiblemente darán lugar en el Parlamento a un nuevo Gobierno, comparten conceptos políticos como: desprecio en diversos grados a nuestra Constitución, ignorancia del Estado de Derecho, apego -aún sin saber por qué- a la democracia totalitaria, dependencia del Estado como forma de vida, creyentes de las más diversas y peregrinas identidades; mientras que en el orden moral, los fines -el poder político- les importa mucho más que los medios para conseguirlos. En materia económica cultivan un primitivo y anacrónico pensamiento suma cero, del que se deriva que el crecimiento de la “tarta económica” no les interese en absoluto , sino solo su egoísta reparto.
Pero no todos los integrantes de dicha mayoría son necesariamente activos y conscientes militantes de los citados supuestos. Muchos de ellos, lo que se demostró en anteriores elecciones generales y hace poco en las territoriales, son sensibles a otras visiones más sensatas de la realidad alejadas de las citadas supercherías. De hecho, votaron en el reciente pasado por opciones gubernamentales en las antípodas de las descritas, y muy recientemente están haciendo posible que dos tercios de las comunidades autónomas y ayuntamientos, amén del senado, estén gobernados al margen de la “doctrina Frankenstein”.
Los autoproclamados progresistas que gobiernan en contra de la Ley y el progreso de la nación y los demás, medio país, que son declarados despectivamente fascistas sin más explicaciones
En las presentes circunstancias los partidos de centro-derecha y sus votantes, ridículamente tildados -sin prueba alguna que lo atestigüe– de fascistas en memoria del inventor del insulto, un tal Stalin, están obligados a salir de su confort para dar la cara -como de hecho está sucediendo, con mucho éxito, en Madrid- defendiendo firmemente y pedagógicamente los principios fundacionales y vigentes del orden democrático liberal. De hecho, un rasgo extremadamente grave y preocupante de estas últimas elecciones –inconcebible ni practicable en ningún país civilizado– ha sido la citada división -según la aleación política que gobierna- de los españoles en dos categorías: ellos, los autoproclamados progresistas que gobiernan en contra de la Ley y el progreso de la nación y los demás, medio país, que son declarados despectivamente fascistas sin más explicaciones.
Frente a una izquierda, rescatadora de lemas del inframundo comunista, amiga e imitadora de los cada vez más abundantes y deplorables estados fallidos hispanoamericanos, el partido ganador de las últimas elecciones, además de mantener las ilusiones de sus actuales votantes debe reivindicar abiertamente las reformas económicas liberales de países socialdemócratas como Suecia y Dinamarca y una defensa a ultranza -no solo circunstancial- del Estado de Derecho que practican los países civilizados.
Pero sobre todo, para dar marcha atrás a la actual deriva hacia un Estado totalitario, es clave desconectar del ahistórico y ridículo antifascismo que predican los perdedores de las elecciones a muchos españoles bienintencionados atrapados en lemas de hace un siglo. Es a ellos a quien debe dirigirse una seria, pedagógica y continua campaña de divulgación de los principios fundacionales y vigentes de la democracia liberal -no la orgánica de Franco, ni la popular comunista, ni la populista Hispanoamericana, ni la totalitaria de “Frankenstein”– que ha vertebrado políticamente las mejores naciones de la historia. Seguramente, conociendo más a fondo las entrañas de las falsas democracias y las virtudes de la verdadera, -algo lamentablemente ignorado por demasiados españoles- el panorama político de España mutaría desde el precipicio hacia un Estado fallido al regreso a la normalidad democrática de la que cada estamos más alejados.
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