La semana pasada se celebró el simposio anual de política económica de Jackson Hole, todo un clásico organizado por la Reserva Federal de Kansas City, que sirve de encuentro a banqueros centrales, políticos y economistas de todo el mundo. El tema de este año ha sido los retos de la política monetaria. Aunque la política fiscal no ha sido objeto de debate, su alargada sombra ha estado muy presente. Como afirmó en su intervención Mark Carney, gobernador del Banco de Inglaterra, ante el espacio tan limitado que tiene la mayor parte de los bancos centrales para responder a situaciones adversas, la política fiscal debe tener un papel mucho más activo. Ese mismo día Lawrence Summers y Anna Stansbury justificaban en un artículo sobre este simposio el uso de políticas fiscales para aumentar la demanda en lugar de que los bancos centrales sigan disminuyendo los tipos de interés, una estrategia que consideran a estas alturas poco eficaz o, incluso, contraproducente.
Estos ejemplos son sólo los últimos de una discusión que lleva ya algunos años formando parte del debate económico tras la crisis financiera internacional, a la que se han adherido también instituciones como el FMI o la OCDE. Lo novedoso no es la propuesta de utilizar la política fiscal con fines estabilizadores. Desde hace muchas décadas este instrumento forma parte del conjunto de herramientas de los responsables de la política económica para combatir las recesiones. Y, como vimos entonces, se utilizó con mucha intensidad en 2009, en lo peor de la crisis financiera internacional. Lo que puede parecer más paradójico es que la discusión haya ido ganando interés y defensores mientras la economía mundial se aproximaba a niveles de desempleo históricamente bajos, por debajo de los observados en 2007.
Sin embargo, hay razones fundadas para ello. La recuperación económica se ha producido en un contexto en el que los tipos de interés reales se encuentran en niveles históricamente bajos (incluso negativos en muchos países), la inflación se ha mantenido por debajo de los objetivos de muchos bancos centrales y el crecimiento potencial de las economías avanzadas ha disminuido significativamente en las dos últimas décadas. Como argumentaba Olivier Blanchard en su conferencia presidencial ante la American Economic Association, la reducción de tipos de interés disminuye los costes de la deuda pública, no sólo su coste financiero sino también en términos de bienestar social. Además, la experiencia de Japón en las dos últimas décadas pone de manifiesto que, cuando la política monetaria alcanza sus límites, resulta más necesaria su coordinación con la política fiscal para tratar de acercar la inflación a su objetivo. Adicionalmente, si las políticas de gasto público financiadas con deuda en un entorno de bajos tipos de interés sirven para llevar a cabo inversiones que aumentan la productividad de la economía (por ejemplo, infraestructuras digitales, capital humano o innovación), también contribuyen a aumentar el crecimiento potencial. Todos estos argumentos justifican una actitud más relajada respecto a la deuda pública y los déficits fiscales que la existente hace un par de décadas. Pero, como bien argumentaban Juan Francisco Jimeno y Marcel Jansen hace unos meses, o Olivier Blanchard y Ángel Ubide más recientemente, en absoluto justifican llevar a cabo políticas expansivas en cualquier país y circunstancias. Blanchard y Ubide señalan explícitamente que tanto Japón como la eurozona deberían prepararse para estimular la demanda agregada con deuda pública. Sin embargo, en Estados Unidos, tras los estímulos fiscales de la administración Trump, la trayectoria actual de los déficits y deuda pública dista mucho de ser óptima.
¿Y España? Su margen fiscal se sitúa a medio camino entre Alemania e Italia. Los tipos de interés de la deuda a 10 años se acercan a cero, mientras la prima de riesgo con Alemania se mueve alrededor de los 80 puntos básicos, algo menos de la mitad de la italiana
Incluso en Europa la aplicación de políticas fiscales más expansivas no está exenta de problemas. A diferencia de Japón o de Estados Unidos, la eurozona cuenta con una política monetaria común pero las políticas fiscales son nacionales, sin que exista un tesoro y un activo seguro europeos. La ausencia de una unión fiscal completa limita considerablemente la efectividad y coordinación de las políticas monetarias y fiscales, y en la práctica condiciona el uso de las políticas fiscales a la capacidad de cada país. El problema es que aquellos países que menos necesitan o quieren hacer uso de estas políticas son los que cuentan con más margen, mientras que los que más las necesitan o desean son los que menos margen tienen. En Alemania las cuentas públicas tuvieron en 2018 un superávit del 1,7% del PIB, y las previsiones apuntan a que se mantendrá cerca del 1% en 2019, con una deuda pública por debajo del 60% del PIB y con tipos negativos hasta vencimientos inferiores a 30 años. Por el contrario, Italia presenta un déficit público persistente (con una previsión del 2,5% del PIB para 2019), en una economía con un exiguo crecimiento (0,1%), una deuda pública que se acerca al 134% del PIB y una prima de riesgo que se dispara ante cualquier duda sobre su sostenibilidad. En cualquier caso, en los países con menos margen, las reglas fiscales en Europa deben dejar actuar a los estabilizadores automáticos y evitar que la política fiscal sea procíclica, agravando la situación económica en las recesiones.
¿Y España? Su margen fiscal se sitúa a medio camino entre Alemania e Italia. Los tipos de interés de la deuda a 10 años se acercan a cero, mientras la prima de riesgo con Alemania se mueve alrededor de los 80 puntos básicos, algo menos de la mitad de la italiana. Las previsiones de BBVA Research y de la Comisión Europea para 2019 y 2020 son muy similares y, décima arriba o abajo, apuntan que la deuda pública y el saldo presupuestario primario de las administraciones públicas (una vez excluidos los intereses de la deuda) serán muy parecidos a los de 2018. En términos de sostenibilidad, la situación es mejor que la experimentada entre 2009 y 2014. Pero parece obvio que la relajación fiscal respecto a la senda fiscal en la que estábamos hace un par de décadas ya se ha producido: la deuda pública es actualmente unos 30 puntos del PIB superior a la existente entonces con el mismo nivel de saldo presupuestario primario. Además, las cuentas públicas se ven sometidas a una presión creciente por el déficit del sistema de pensiones. En 2018 alcanzó el 1,6% del PIB, lo que supuso casi las dos terceras partes del déficit público y todo hace prever que este peso irá en aumento. Con las medidas de sostenibilidad adecuadas que garanticen el equilibrio en el sistema de pensiones a largo plazo, podríamos ganar un valioso margen para aumentar nuestro crecimiento potencial a largo plazo (como pretende hacer Holanda) con políticas eficaces en ámbitos como la educación, la investigación e innovación, el mercado de trabajo o inversiones para aprovechar la revolución digital. Estas inversiones también servirían para estimular la demanda agregada a corto plazo. En términos de margen fiscal, más que una relajación del nivel de deuda pública que recibirán las siguientes generaciones, el verdadero reto para España es mejorar su composición.
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