El día de la elección de Benedicto XVI, el teólogo Leonardo Boff sacó el hacha de la separación, convertido ya en nuestro modo característico de pensar y actuar, y manifestó sentirse “sorprendido y decepcionado”, calificando a Ratzinger de “un hombre duro y sin misericordia”. El temor del brasileño gravitaba sobre la posibilidad de que “un inmenso infierno de hipocresía reine en la Iglesia”, con el consiguiente “éxodo de católicos bajo su pontificado”. ¿Acertó Boff en su diagnóstico lleno de furia? Ésa no es una imagen que pertenezca a la historia, sino más bien una imagen que la juzga sin lealtad y afecto, sin respeto y sin buena voluntad.
El juicio de los medios de comunicación no parecía más benévolo, sobre todo desde el ámbito reformista y liberal. El diario norteamericano The New York Times se lamentó de no encontrar ninguna razón para esperar un cambio en la doctrina de la Iglesia sobre el control de la natalidad, el celibato de los sacerdotes y la homosexualidad. El inglés The Guardian glosaría en su editorial que “esta elección llega como mano fría para todos aquellos corazones que sienten y sufren por los países más pobres del Tercer Mundo” y La Repúbblica realizaría un análisis volcánico: “Más de 80 cardenales optaron por alejar a la Iglesia Católica del evangelio de los pobres (…), Juan XXIII volvió a morir: Benedicto XVI ya gobierna la Iglesia".
El entusiasmo y la inspiración de Benedicto XVI estaban sin duda en su apasionada vida de estudio que enriqueció el magisterio pontificio del siglo XXI con sus tres encíclicas, además de exhortaciones y documentos, así como con la trilogía sobre la vida de Jesús de Nazaret. Ratzinger consideraba la ideología de género como “la última rebelión de la criatura contra su condición de criatura”, un sistema cerrado que oculta el verdadero rostro de la sexualidad humana, una ideología cuyos rasgos fundamentales estarían cifrados en la idea de la autonomía absoluta del hombre, así como en la libertad como único criterio de verdad.
Denunció sin fisuras la impostura de la “dictadura del relativismo”, una “sociedad líquida” incapaz de reconocer nada como definitivo, y que deja solo como medida última al propio yo y sus apetencias, donde no hay cabida para valores morales universales ni espacio para el crecimiento espiritual del ser, porque la inmediatez no da tiempo para ello.
No siempre se atendió con justicia al contenido completo de sus discursos, como el pronunciado en 2006 en la Universidad de Ratisbona, generando múltiples reacciones por su mención crítica de la guerra santa en el Islam. Allí se expresó sobre el voluntarismo en la historia de la Iglesia y su influencia en la cultura occidental misma. Benedicto XVI sostiene en este texto que la admisión de la guerra santa, el recurso a la violencia en la difusión de la fe y el voluntarismo, están enlazados a un particular concepto de Dios, el de un ser absolutamente ajeno a todo lo creado. Esta noción de Dios excluye la posibilidad de pensarlo como Logos, tal como es revelado en san Juan. Esta exclusión va pareja también con la deshelenización del cristianismo, que se verifica en tres oleadas: la de la Reforma, la de la teología liberal y la que concibe una revelación abstracta, la cual, sin mediación providencial de la cultura helénica, podría y debería inculturarse siempre de nuevo en un mundo plural. Estos procesos deshelenizantes y desmitificantes del cristianismo que comenzaron por pretender salvar una noción puramente bíblica de Dios, separándolo de toda cercanía con su creación y abriendo un abismo entre la fe y la razón, y que progresaron en proponer una mera razón, acabaron perdiendo una parte importante de la misma revelación que presenta a Dios como Logos, es decir, como, Razón creadora.
Analizaba los distintos escenarios posibles para Europa, considerando que la salvación descansa en la recristianización del continente: los católicos deben ser “minorías creativas”, religiosamente inspiradas
Alentó a que los cristianos deberían ser “minorías creativas”, lamentándose del vacío de un humanismo sin Dios. En un debate con el filósofo y político italiano Marcello Pera, Benedicto XVI analizaba los distintos escenarios posibles para Europa, considerando que la salvación descansa en la recristianización del continente: los católicos deben ser “minorías creativas”, religiosamente inspiradas, “sal de la tierra y luz del mundo”, mediante la perseverancia honrada de la vida familiar y profesional, vividas con sentido sobrenatural. Después de subrayar las raíces profundas del hombre en Dios, sostendrá que un “humanismo que excluye a Dios es un humanismo inhumano”. Prescindir de Dios equivale a negar al hombre su más profunda originalidad.
La filosofía realista y el personalismo, así como la Teología Moral, afirman que el fundamento de los Derechos Humanos es la naturaleza específica y singular del hombre. Por eso se apela siempre a la ley natural. Ese mismo criterio es el que también mantiene la enseñanza del Magisterio de la Iglesia.
La segunda mitad del siglo XX fue testigo de numerosas vejaciones de los derechos humanos en las naciones. El testimonio de Benedicto XVI en la Encíclica Caritas in veritate es elocuente: “(…) Hoy se da una profunda contradicción. Mientras, por un lado, se reivindican presuntos derechos de carácter arbitrario y voluptuoso, con la pretensión de que las instituciones públicas los reconozcan y promuevan, por otro, hay derechos elementales y fundamentales que se ignoran y violan en gran parte de la humanidad. Se aprecia con frecuencia una relación entre la reivindicación del derecho a lo superfluo, e incluso a la transgresión y al vicio, en las sociedades opulentas, y la carencia de comida, agua potable, instrucción básica o cuidados sanitarios elementales en ciertas regiones del mundo subdesarrollado y también en la periferia de las grandes ciudades. Dicha relación consiste en que los derechos individuales, desvinculados de un conjunto de deberes que les dé un sentido profundo, se desquician y dan lugar a una espiral de exigencias prácticamente ilimitada y carente de criterios. La exacerbación de los derechos conduce al olvido de los deberes. Los deberes delimitan los derechos porque remiten a un marco antropológico y ético en cuya verdad se insertan también los derechos y así dejan de ser arbitrarios. Por este motivo, los deberes refuerzan los derechos y reclaman que se los defienda y promueva como un compromiso al servicio del bien. En cambio, si los derechos del hombre se fundamentan solo en deliberaciones de una asamblea de ciudadanos, pueden ser cambiados en cualquier momento y, consiguientemente, se relaja en la conciencia común el deber de respetarlos y tratar de conseguirlos (…). Compartir los deberes recíprocos moviliza mucho más que la mera reivindicación de derechos”.
No se debe permitir que esta vasta variedad de puntos de vista oscurezca no sólo el hecho de que los derechos son universales, sino que también lo es la persona humana, sujeto de estos derechos
Lo mismo expuso en el Discurso a la Asamblea de la Organización de Naciones Unidas en New York (18-IV-2008), donde mostró el origen de los Derechos Humanos y la raíz que los sustenta: “Los Derechos del Hombre (…) se basan en la ley natural inscrita en el corazón del hombre y presente en las diferentes culturas y civilizaciones. Arrancar los derechos humanos de este contexto significaría restringir su ámbito y ceder a una concepción relativista, según la cual el sentido y la interpretación de los derechos podrían variar; negando su universalidad en nombre de los diferentes contextos culturales, políticos, sociales e incluso religiosos. Así pues, no se debe permitir que esta vasta variedad de puntos de vista oscurezca no sólo el hecho de que los derechos son universales, sino que también lo es la persona humana, sujeto de estos derechos”. Posteriormente, en su Discurso de la Academia Pontificia de Ciencias Sociales (4-V-2009), Benedicto XVI insistirá en que los Derechos Humanos se fundamentan en la ley natural.
El año 2013 pasará a la historia como el año de los dos Papas: Benedicto XVI y Francisco. Igual que 1978 fue el año de los tres Papas: Pablo VI, Juan Pablo I y Juan Pablo II gobernaron la Iglesia. Cuando el 11 de febrero de 2013 Benedicto XVI anunciaba la renuncia al ejercicio de su ministerio como obispo de Roma y sucesor de san Pedro, The New York Times, una vez estallara el escándalo de los documentos filtrados conocidos como Vatileaks, no vacilaría en su diagnóstico: los múltiples escándalos de corrupción y de pederastia habrían influido de manera determinante en su decisión. Semejante análisis revelaría simplemente un hombre superado en su oficio, desproporcionado por diversas circunstancias a sus fuerzas, imponiéndose a sí mismo el deber moral de buscar el bien de la Iglesia. Sin negar en absoluto el condicionante angustioso de parásitos que ocasionan tan graves enfermedades, la mediocridad antagonista del ejercicio y la vocación a la santidad, lo cierto es que decidió renunciar debido a que su edad avanzada, tal y como él mismo afirmó en su discurso de renuncia ante los cardenales, le restaba las fuerzas necesarias para “ejercer adecuadamente el ministerio petrino”.
Su episcopado y posterior pontificado entraban en los planes de Dios, pero no eran conformes a su vocación más profunda, al hombre de estudio que reconocía como su inclinación más natural
Petrarca entendía la renuncia como un gesto propio “de un espíritu elevadísimo y libre, que no soporta imposiciones, de un alma verdaderamente santa”. Benedicto XVI ha vivido siempre en esencial servidumbre, sin estimar la necesidad de servir como una opresión en la medida en que su vida estaba puesta al Misterio que siempre es mayor que nuestros proyectos y deseos. Su episcopado y posterior pontificado entraban en los planes de Dios, pero no eran conformes a su vocación más profunda, al hombre de estudio que reconocía como su inclinación más natural. Su destino personal -como él mismo describe- lo encontró en la interpretación que san Agustín hace del salmo 72: “cuando mi corazón se exacerbaba…una bestia era ante ti”. El salmista muestra la situación de necesidad y sufrimiento propia de la fe y que deriva del fracaso humano. San Agustín veía ahí expresado el peso y la esperanza de su vida. Había elegido el de Hipona una vida de estudio y Dios lo había destinado a hacer de animal de carga. Se rebelaba contra su destino, pero el salmo le ayudaba a salir de su amargura: como la bestia de carga sirve al amo, precisamente así estoy contigo, te sirvo, me tienes en tus manos.
Algo parecido cuenta en su propia biografía Joseph Ratzinger. Uno de los símbolos espirituales que eligió como arzobispo de Munich y Frisinga fue la imagen del oso. Un oso -cuenta la historia- había despedazado el caballo de Corbiniano, obispo de Frisinga, en su viaje a Roma. Como castigo, Corbiniano cargó sobre el oso el fardo que hasta entonces había llevado el caballo, y así lo tuvo que arrastrar hasta Roma, y sólo entonces lo dejó en libertad. El oso con la carga que sustituyó al caballo del santo Corbiniano, convirtiéndose en bestia de carga contra su voluntad, “¿no era y es una imagen de lo que debo ser y de lo que soy?”. He llevado -dirá Ratzinger- mi equipaje a Roma y desde hace ya años camino con mi carga por las calles de la Ciudad Eterna. Cuándo seré puesto en libertad, no lo sé, pero sé que también para mí sirve que: “Me he convertido en una bestia de carga y, precisamente así, estoy contigo”.
El que después de renunciar a su pontificado se convirtiera en un “simple peregrino que inicia la última etapa de su vida”, es encomendado ahora por la Iglesia al Dios Redentor y de la misericordia, comenzando así su ascenso más decisivo, convencidos, como decía san Agustín, de que supo “cantar el Aleluya en medio de las tribulaciones a fin de cantarlo un día en la paz”, de que su vigilancia intercesora se extiende ya hacia todos. Requies et Exsultet, Benedicto XVI.