La primera vez después de dos meses es indescriptible. No hay palabras para narrar la alegría que experimentas al pedir, azucarar, remover y finalmente beber un café con leche en una terraza. Aún más estimulante que el reencuentro con la cafeína es tener que preguntar cuánto cuesta porque ya ni te acuerdas. Siento de veras provocarles esta envidia insana, sobre todo si están en la fase cero o en esa fase 0,5 de nuevo cuño, pero viví este primer café como un acontecimiento legendario durante mi viaje a la tienda de chinos del barrio.
Llevaba tiempo sin entrar incluso antes del confinamiento. Esos bazares de pasillos kilométricos y estanterías repletas siempre me han encantado porque encuentras cualquier cosa que busques y casi a cualquier hora. Pero sobre todo me gusta porque los trabajadores siempre son amables con los clientes. Lo del comercio justo y el producto de la tierra está muy bien y lo defiendo en la teoría y en la práctica, pero fui a los chinos porque, por increíble que parezca, en pleno estado de alarma por el coronavirus todavía no es tan fácil encontrar mascarillas.
Además, para qué les voy a engañar, sentía una enorme curiosidad por ver el comportamiento de los tenderos. Necesitaba comprobar si es cierto eso de que los asiáticos se protegen del bicho con bastante más esmero que el común de los ciudadanos europeos. Las descripciones sobre este particular se quedan cortas. En la entrada de la tienda había un bote de desinfectante, un montón de esos guantes de bolsa desechables y una botella con spray llena de algún líquido esterilizante.
La amable tendera del bazar iba ataviada con una de esas pantallas de protección que recuerdan a las máscaras de los soldadores. Mascarilla, pelo recogido, bolsas en el calzado y guantes de cirujana
La amable tendera del bazar iba ataviada con una de esas pantallas de protección que recuerdan a las caretas de los soldadores. Mascarilla, pelo recogido, bolsas en el calzado y guantes de cirujana. No faltaba una mampara para separarse de los clientes. Y, junto a la caja registradora, otros dos botes de desinfectante. Que esta mujer cogiera la covid-19 sería la demostración palpable de que nadie puede salvarnos.
Cerca del mostrador había una suerte de expositor con numerosos geles antisépticos y varias cajas de guantes de látex y de otros tipos para mí irreconocibles. O sea, todo el kit anti-apocalipsis menos lo que yo buscaba. Como esta vez no tenía el cuerpo para largos paseos por la tienda, fui al grano.
-¿Tienes mascarillas?
-Buenas no, pero tengo estas, por si quiere alguna.
Ojo a esa respuesta porque esconde muchas cosas. Demasiadas. Porque lo dijo blandiendo una bolsa llena de esas "mascarillas quirúrgicas" -así las llaman en las farmacias- de un solo uso que se venden a 96 céntimos porque el Gobierno estipuló dicho precio. "Buenas no". Y lo decía ella, que sin duda sabe de qué va esta vaina. En mi casa el preceptivo máster en mascarillas lo ha hecho mi pareja, así que tampoco sabía si comprar o no. "Buenas no".
-¿Y las buenas cuándo te llegan?
-Pronto. Ahora solo tengo estas. Pero pronto. Mañana o pasado.
Aún tuve alguna duda. Lo de bueno y malo es relativo, porque tampoco el café me había parecido de los mejores pero, sin embargo, me había sentado mejor que bien.
-Déjalo. Ya volveré cuando tengas. ¿Tienes pilas pequeñas?
De eso sí tenía y naturalmente no hacía falta aclarar si eran de las buenas, de las malas o de las regulares. Pagué con dos euros y me devolvió una moneda de 50 céntimos. La amable tendera se limpió con desinfectante el guante tras nuestra transacción. Hace dos meses un servidor hubiera desaprobado ese gesto como muestra de una pésima educación pero este viernes me pareció fabuloso que lo hiciera como evidencia de su honda preocupación por la seguridad. Así hemos cambiado.
Apoya TU periodismo independiente y crítico
Ayúdanos a contribuir a la Defensa del Estado de Derecho Haz tu aportación