Las personas siempre podemos encontrar cómo fustigarnos con cosas que, aunque sabemos que nos hacen daño, nos resultan necesarias por diferentes motivos. Una de esas cosas tan imprescindibles como necesarias es acudir al dentista, que casi siempre es una tortura pero en estos momentos se ha convertido en masoquismo puro y duro. Eso sí, cuando pones la televisión te consuelas porque hay padecimientos peores de los que tampoco podemos huir.
Lo digo porque este miércoles, octogésimo primer día desde que se inició el estado de alarma, quería contarles mi reciente experiencia en el dentista. Quería hablarles de que mi primera sorpresa llegó cuando la enfermera vestía como si estuviera suspendida en mitad del espacio para arreglar una nave similar al Halcón Milenario o algún vetusto satélite ruso. Y contarles, entre otras cosas, que me hicieron beber un líquido de sabor y aroma indescifrables que por lo que se ve tiene como objetivo impedir que puedas contagiar el bicho a los trabajadores de la clínica.
Sin embargo, tuve que cambiar abruptamente de idea. Porque de pronto recordé que Karina, la compañera en esta curiosa tarea que es contar la vida cotidiana de estos días extraños, ya había narrado en su diario cómo se lo pasó al retomar su tratamiento de ortodoncia. Les admito que estaba perdido y sin tema, así que recurrí a una de esas nuevas costumbres que nos ha traído este confinamiento que ya se va extinguiendo a marchas forzadas. Me refiero a la tortura de otra bronca sesión del Congreso de los Diputados que ya les contaron al detalle otros compañeros.
Si yo, que por mi profesión me he tragado unos cuantos de esos debates, sentí la desafección y la lejanía que sentí y pude aguantar sólo diez minutos, ¿qué podría pensar y cuánto podría aguantar cualquier ciudadano no acostumbrado a eso que estuviera viendo la televisión?
Por suerte, el paseo de mi pareja y mi pequeño acababa de empezar, así que acudí al salón para estar más cómodo, puse la televisión y me enfrenté al debate en el Parlamento. Craso error. Casualidades de la vida, eran aproximadamente las 17.30 y llegaba uno de los momentos cumbre del día: las preguntas de la oposición al cuestionado ministro del Interior, Fernando Grande-Marlaska.
A grandes rasgos y a riesgo de no ser demasiado original, puedo decir que, como cada miércoles, el espectáculo fue lamentable. Una vez más, como en los debates precedentes que hemos padecido, la tensión, las mentiras, los insultos y las trampas dialécticas abundaban mientras, por mera lógica, escaseaban la buena educación o el respeto. Mucha crispación y pocas nueces.
Allí nadie llevaba el traje de astronauta y ni siquiera la mascarilla, pero también la estampa parecía celebrarse en el espacio. Era como si sus señorías vivieran demasiado lejos de la realidad, fuera de las fases y las distancias, de las mascarillas y del BOE. Pensé que si yo, que por mi profesión me he tragado allí mismo unos cuantos de esos debates, sentí la desafección y la lejanía que sentí y aguanté sólo los diez minutos de rigor, ¿qué podría pensar y cuánto podría aguantar cualquier ciudadano no acostumbrado a eso que estuviera viendo la televisión?
Al señor Marlaska se le veía incómodo, aún más nervioso de lo que yo estoy cuando voy al dentista. Sobre todo cuando el juez metido a ministro bajaba el micrófono. Cuánta rabia acumulada
No entro en el fondo del asunto porque ni me quedan ganas. Sí era obvio que al señor Marlaska se le veía incómodo, aún más nervioso de lo que yo estoy cuando voy al dentista. Se le notaba en la mueca de su rostro, con una mirada como de zombi enfurecido, con los ojos casi inyectados en sangre, quizás porque todo esto lo ha matado políticamente. Pero sobre todo era evidente cuando el juez metido a ministro bajaba el micrófono. Cuánta rabia acumulada denotaba ese movimiento brusco del micro. Lo lanzaba hacia abajo con una fiereza inusitada. Para echar a correr.
Ya he dicho que duré diez minutos. La principal conclusión es que tendría que haber escrito de otra cosa. Lo siento por la parte que les toca. Ver esa sesión del Congreso sí fue un acto de masoquismo. Mucho peor que ir al dentista.
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