Vivimos, gracias a las cadenas de televisión, sumergidos en un vasto y proceloso océano de concursos. Cualquiera de ustedes puede comprobarlo en cuanto levante la vista del libro de Kant que está leyendo y observe lo que sucede a su alrededor. Tendrá que darme la razón. Hay concursos por todas partes.
Desde Bobby Deglané sabemos que un concurso radiofónico o televisivo es un asunto en el que una empresa paga a alguien por hacer algo mejor que los demás. Algo, como es natural, difícil, que no está al alcance de todo el mundo. Por ejemplo, cantar razonablemente bien: es el caso de Operación Triunfo, al menos en teoría, y de otros saraos parecidos en los que se buscan talentos desconocidos.
Pero esa definición se está quedando vieja. Ahora mismo asistimos, no sin cierta estupefacción, a concursos en los que la gente, incluso niños, compite por hacer algo que sabe hacer cualquiera, con más o menos sofisticación. Guisar, por ejemplo. No digan ustedes que, ante la gran cantidad de variedades de MasterChef, no han pensado alguna vez: “A estos esgarramantas les pilla mi madre, que santa gloria haya, y les deja en ridículo con sus croquetas. Y jamás salió por la tele, la pobre”.
Imagínense que alguien propone a Ramón Berenguer IV como presidente de la Generalitat y que, cuando alguien susurre que está muerto, grite: "¡Ya estamos otra vez con los ardides opresores del gobierno invasor!"
El último hallazgo es un concurso en el que te enseñan a coser. Se llama Maestros de la costura, qué bonito. Un modisto con barba, que guarda un extraordinario parecido en su rostro y su voz con el personaje de Coque en la serie La que se avecina, pone cara de enfadado cada vez que uno de los “aprendices” pega un botón donde no encaja con el ojal (a quién no le ha pasado eso, ¿eh?) o perpetra un trapo indecente que solo en la mente de su imaginador fue alguna vez una blusa, una pernera de pantalón, una bufanda o por lo menos algo que no se parezca tanto a un disfraz de Halloween hecho en casa y en diez minutos. Y la gente lo ve. Pegada a la tele. Pasmada.
Es imborrable la memoria del primero y más célebre de estos concursos, en el que el público y el “jurado” calificaban la habilidad de los protagonistas en la ardua actividad del palpamiento testicular; es decir, en no hacer absolutamente nada durante semanas. Lo único qu e producía Gran Hermano eran olores más que evidentes; pero esos no se notaban por la tele y el espectador tenía que imaginarlos. Lo cual, ahora que lo pienso, era casi peor.
Esto de los concursos para hacer lo que sabe hacer cualquiera es una mina. Imaginen ustedes a diversas personas nerviosísimas (pero eso es mentira: los nervios y las riñas están en el guion) compitiendo en, por ejemplo, MasterFairy, en el que media docena de inútiles se disputarán el premio a quien mejor baje la basura, pase la fregona, limpie los cristales y cotillee con las vecinas. Brindo, completamente gratis, la idea a Telecinco, y propongo como presidente de la Academia de fregonas a Jorge Javier. Cómo no.
Otra idea: MasterWonderland, en el que una docena de aspirantes a humoristas competirán en propugnar al personaje más imposible, más irrealizable, más surrealista y que más hinche las narices del Gobierno para que ocupe la presidencia de Cataluña. Quién resuelva, mientras tanto, los problemas de los catalanes es lo de menos, no hay que preocuparse por tonterías, lo primero es lo primero y hay que ganar el concurso. Sugerencias: valen personajes de ficción (el maestro Yoda, que puede aparecer por holograma) y también de otras épocas. Imagínense que alguien propone a Ramón Berenguer IV y que, cuando alguien susurre que está muerto, responda: “¡Ya estamos otra vez con los ardides opresores del gobierno invasor!”.
En Gran Hermano se premiaba la destreza en el palpamiento testicular; es decir, en no hacer absolutamente nada, salvo producir olores que no salían por la tele, menos mal"
Más, más: MasterThief, que se parece a MasterChef pero que no es lo mismo, porque se trata de encerrar a media docena de políticos en una residencia de ancianos para tratar de convencerles de que en realidad les están subiendo la pensión; y que todo eso que dicen algunos del IPC y del poder adquisitivo son mentiras pagadas por Venezuela. Aquí no habría jurado, ni de los espectadores ni en el plató: gana el último superviviente, es decir, el que quede sano después de que todos los demás hayan sido atropellados por sillas de ruedas, molidos a bastonazos u hospitalizados tras ser compelidos a ingerir los Presupuestos Generales del Estado. Versión papel.
Iba a proponer un concurso de ripios para manifestaciones, patrocinado por la RAE (una mani de filósofos neohegelianos que gritasen, por ejemplo: “Se va a acabar / leer a Kierkegaard”), pero mi santa esposa, que está pasando ahora mismo por detrás de mi silla de ruedas (tengo una pata rota) y que lee lo que aparece en la pantalla, se asusta y me dice:
–Inci, no hagas eso. No des ideas, que lo mismo te hacen caso.
Tiene razón. Cuando los dioses quieren castigar a alguien, escuchan sus plegarias y hacen realidad sus deseos, que decía Oscar Wilde.
Pero lo de MasterThief mola, ¿o no?
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