Hace unas semanas, una conocida actriz española contaba durante una entrevista en televisión, lo mucho que le había costado ser madre. “Cuando eres fértil no tienes trabajo, no tienes nada (…) A la edad de ser madre, no has acabado casi ni de estudiar (…) y finalmente lo eres con más de cuarenta”. Me recuerdo asintiendo, moviendo la cabeza de arriba abajo al tiempo que la escuchaba. Cuánta razón escondida en tan pocas palabras. Cuando puedes, no quieres. Cuando quieres, ya no puedes.
Es asfixiante percibir el tic tac de ese reloj, machacón, fabricado exclusivamente para nosotras. Es como llevar adosada al cuello una pesada cadena de hierro que va tirando de todo tu cuerpo hasta que llega un día que te hace caer al suelo. Justo el día en el que ya estás con un cuatro por delante y crees que esa esfera que ha marcado tu tiempo jamás volverá a dar la hora. Que, si no lo has hecho, ya pasó tú momento de ser mamá.
Lo tengo en la boca, hecho bola, desde que el martes, pasadas las doce de la noche me pusieron, vía Whatsapp, en la pista de la que sería, sin duda, la noticia de noticias
No se puede juzgar a alguien por sus anhelos más profundos. Cada una vive este asunto, delicado, a su manera, en función de su historia y de sus circunstancias. No soy yo quién para escudriñar aún más la que está llamada a ser la portada de este 2023 y eso que queda año todavía por delante. Reconozco, sin embargo, que aún hoy sigo masticando el titular. Ana Obregón. Madre. A los 68. Lo tengo en la boca, hecho bola, desde que el martes, pasadas las doce de la noche me pusieron, vía Whatsapp, en la pista de la que sería, sin duda, la noticia de noticias.
Desde entonces no he hecho más que escuchar el nombre de la artista acompañado de frases como “recupera la alegría”, “vuelve a ser feliz” o “Ana ha cumplido su sueño”. Ella misma lo corroboró vía Instagram horas después de saberse portada. “¡Nos pillaron! Llegó una luz llena de amor a mi oscuridad. Ya nunca volveré a estar sola. He vuelto a vivir”. Un texto acompañado de un corazón latiendo en rojo y de su foto junto al bebé.
Vuelve a palpitar el órgano de la actriz, a bombear sangre, a vivir. Dejó de hacerlo tras la muerte de su hijo hace tres años. Respirar de nuevo, sí, pero ¿a qué precio? ¿anteponiendo su felicidad a la de una criatura que, salvo milagro de la ciencia, tendrá que ejercer más de madre que de hija? ¿Una niña que, tal vez, tenga que cambiar, no sus pañales, sino los de la mujer que se empeñó en que existiera para paliar un dolor infinito? ¿Es maternidad o es egoísmo? ¿Cuánto de egocentrismo hay en traer un ser humano a este mundo para mitigar una pena tan vasta y tan grande como un océano? Una desesperación por seguir adelante, llevada al límite. No entro en el cómo, en la gestación subrogada, porque entiendo a las personas que encuentran en este método una forma de hacer real el deseo más íntimo y de salir del infierno en el que quedan atrapadas por no poder concebir. El debate, para mí, está en el cuándo, en el porqué de una decisión tomada, probablemente, desde la tristeza más honda, desde el individualismo más absoluto. El yo por delante del nosotras, como si sólo algo así pudiera recomponer una existencia quebrada.
Una decisión meditada y llevada a cabo en la más absoluta soledad. No hay padre ni hermanos en este proceso
Varias veces, estos días, he repasado las fotografías de la intérprete. Son las imágenes de una mujer feliz, sonriente, entregada, ilusionada con la nueva vida que sostiene entre sus brazos. Me he preguntado, incluso, si no fue su propio hijo quien le hizo el encargo antes de morir. Sólo ellos conocen -o puede que en breve lo hagamos todos, previo pago- el secreto que esconde una exclusiva que ha impactado al país y que a ella le ha vuelto a colocar en la tierra. Una decisión meditada y llevada a cabo en la más absoluta soledad. No hay padre ni hermanos en este proceso. Supongo que Ana Obregón tendrá el futuro de su pequeña bien atado, que el retoño no extrañará nada en lo económico, aunque le pueda faltar, más pronto que tarde, lo más importante: su madre.
Paseo por la playa y observo a una joven a quien intuyo en la treintena por su aspecto, balanceándose de un lado a otro sobre una toalla, mientras un bebé se aferra a su pecho derecho. Alrededor, unos cuantos adolescentes se despojan de las ropas, eufóricos, y se lanzan al mar mostrando sus cuerpos en plena efervescencia, como si el verano que no ha llegado todavía, se les escapara de entre los dedos. Hay un tiempo para todo, pienso. Y hay que saber mirar el reloj y comprender que ya no es la hora cuando se han parado sus cuerdas.
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