Dice un estudio que los catalanes apenas llegan a un 2% de exclusividad genética. La identidad nacional seguramente no tenga arraigo tan hondo, por más que tantas veces se hayan buscado determinaciones telúricas y magias climáticas, como aquellos románticos alemanes. La genética de los pueblos, al parecer, no va muy lejos, pero la fisiognomía popular hace maravillas. Las características de un pueblo (sea lo que sea esta palabra) constituyen, a la larga, un prontuario de prejuicios fisiognómicos. Todos tienen un código de equivalencias con que guiarse en el barullo del mundo. Esas equivalencias funcionan con individuos y con grupos, y su vigencia puede rastrearse en los albores mismos de la especie humana. Pero, por fortuna, la elaboración de esquemas fisiognómicos tiende a difuminarse con la sofisticación económica: si la gente vive bien, tiene dinero y viaja, a menudo los prejuicios importan menos y basta con una organización estatal útil para encauzar los beneficios de la vida. Hasta donde se sabe, la mejor organización estatal que el hombre ha encontrado es la democracia liberal, con toda esa transformación de antiguas tribus en ciudadanos y clientes. En una democracia liberal, por tanto, ni caben los prejuicios fisiognómicos ni se admiten reclamaciones fabulosas sobre identidades colectivas. Cuentos de viejas.
Los nacionalismos, en sus momentos de mayor gloria, no muestran sino irracionalidad, misticismo y violencia. Si tienen éxito y consiguen volverse entidad jurídica, con el tiempo todo suele venirse abajo"
En una democracia liberal cualquier argumento que defienda o justifique particularidades nacionales es por fuerza un argumento xenófobo. La xenofobia es intrínseca a la construcción de una identidad, porque una identidad se funda en una serie de rasgos propios que no hacen diferentes a los sujetos, sino mejores. El paisaje, el clima y la población se vuelven una amalgama insuperable, inasible a la ley, ajena al funcionamiento estatal. Los nacionalismos se forjan siempre sobre tales cimientos, y en sus momentos de mayor gloria no muestran sino irracionalidad, misticismo, xenofobia y violencia. Si tienen éxito y consiguen volverse entidad jurídica, con el tiempo todo suele venirse abajo: la mística acaba dando paso al ciudadano. Pero hasta esa meta se suele recorrer un camino largo y absurdo: sangre y sufrimiento para volver más o menos al punto de partida.
Por suerte España es hoy una democracia liberal con pocos resabios de identidad nacionalista. En unas cuantas décadas se ha pasado de aquella unidad de destino en lo universal (que a ver quién lo entendía) a buscarse costa para estas vacaciones. El nacionalismo español apenas tiene ya importancia: nos unen unas leyes más o menos coherentes, unos intereses racionales y una simpatía sana por lo transfronterizo. La bandera es poco más que un símbolo deportivo y la música militar no despierta a nadie. Es un Estado tranquilo, un país en el que se vive con acomodo y se permite y fomenta la prosperidad, como ha dejado claro Pablo Iglesias, con cuyo inmueble ha vuelto a demostrar lo fatigoso del pensamiento utópico.
Pero en una democracia liberal consolidada hay, entre otras, dos importantes amenazas: el exceso de confianza de las autoridades y el aburrimiento del personal. Una serie de ciudadanos españoles acomodados prestan su apoyo incondicional a una serie de políticos más acomodados aún con el fin de materializar unos sentimientos nacionales y ejecutar ese derecho telúrico de la autodeterminación. La situación solo puede explicarse porque España ha fallado en Cataluña: durante décadas (en realidad desde el principio mismo de esta etapa democrática) se ha brindado apoyo suficiente a esos políticos acomodados para infundir en una población acomodada y aburrida una serie de rasgos fisiognómicos propios, una sacralización lingüística, una concatenación histórica inventada y, por tanto, una nueva unidad de destino en lo universal. A estas alturas, pues, la democracia liberal española no tiene otro remedio que aplicar sus leyes más coercitivas y combatir con dureza ese desvarío irracional del más/menos 4% de su población más acomodada. Hay que sacudir su romanticismo de niños caprichosos y ponerles delante la fiabilidad de un Estado, única forma de ventilar los nubarrones de la patria.
El nacionalismo español apenas tiene ya importancia: nos unen unas leyes más o menos coherentes, unos intereses racionales y una simpatía sana por lo transfronterizo"
Hay ya unas generaciones catalanas echadas a perder por el marasmo educativo de todos estos años. Los dirigentes del Estado han sido responsables de dejar la educación bajo competencia autonómica y más responsables aún de haber mirado para otra parte durante demasiado tiempo, a sabiendas de la manipulación a que niños y jóvenes estaban siendo sometidos. Esa manipulación ha logrado ya el punto primero de toda conciencia nacionalista: el odio a la otra colectividad por ser simplemente parte de esa colectividad. El nuevo presidente de Cataluña encarna a la perfección esa xenofobia alimentada en la escuela, en los media, en el ambiente. Con él se va teniendo todo, pues ya están también los mártires encarcelados, los místicos y los exiliados, con no poca masa corifea en otros nacionalismos foráneos y otros alcances lingüísticos. El asunto tiene a mucha gente cansada y aburrida, ya se sabe, empezando quizá por el propio presidente del Gobierno y sus adláteres. Pero esta matraca solo puede terminarse con la aplicación exacta de la ley y la intervención inmediata del sistema educativo. Con la imposición de la racionalidad, que solo se logra a largo plazo, sin estridencias ni complejos, con la serenidad de una instrucción justa. O eso, o damos el invento por terminado.
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