Hace algún tiempo me invitaron a un debate en televisión con dos políticos británicos, europeístas y visceralmente anti-Johnson. Uno de los reproches que lanzaron fue que éste había personificado el Brexit. “Boris is Brexit”, clamaban. Les repliqué que precisamente esta idea iba a ser clave en la futura victoria electoral de los “tories”.
Mis capacidades como futurólogo son bastante malas. Una muy querida colaboradora mía solía decir que lo más probable es que saliera justo lo contrario de lo que yo vaticinara, pero con Boris Johnson no me equivoqué, y no sólo por los números. En el Reino Unido se consiguen holgadas mayorías con porcentajes de voto que no llegan a la mitad del electorado y era evidente que, si Johnson conseguía aglutinar el voto Brexit, iba a obtener una buena mayoría.
Pero también hay factores más transcendentales que los exclusivamente numéricos. Johnson ha sido capaz de centrar el mensaje político en algunas cuestiones que son esenciales para muchos votantes. El Brexit por supuesto, pero también una inversión pública eficiente en sanidad e infraestructuras o la promesa de un nuevo modelo económico basado en la productividad y la calidad, no en los bajos salarios. Para esto último es crucial controlar una inmigración que, como ha manifestado -en el caso español y para las pensiones, pero es aplicable a los salarios- la Fundación de Estudios de Economía Aplicada, tiene un efecto perverso en la “moderación” (entiéndase, la reducción por exceso de oferta) de sueldos.
La campaña electoral ha estado en la tónica de lo que viene siendo habitual desde la irrupción de la nueva derecha, con una defensa a ultranza del consenso generalizado por un lado y una promoción por parte de la derecha de algunas políticas muy precisas que, de llevarse a cabo, resquebrajarían el “consenso progre”.
Acordémonos cuando Hillary Clinton calificó de deplorable a la mitad de los votantes de Trump y de gente defraudada a la otra mitad
La defensa del consenso se hace sin profundizar en exceso y, eso sí, con una buena retahíla de insultos. Acordémonos cuando Hillary Clinton calificó de deplorable a la mitad de los votantes de Trump y de gente defraudada a la otra mitad. En España, Sánchez ha llegado a llamar clasistas a los casi cuatro millones de votantes de Vox. No se entra en profundidades porque causa estupefacción que alguien ataque un consenso que lo impregna todo, hasta la cultura o la forma de pensar. Del desconcierto a la violencia verbal hay un paso.
De Boris -socio aún en el grupo parlamentario europeo de Vox- se pueden aprender muchas lecciones. Una de ellas, la ambición por la reforma: el Brexit es el mayor ataque que cabe al consenso “progre” en el Reino Unido. En España, el equivalente podría ser la abolición de las comunidades autónomas.
Las comunidades autónomas han sido la mayor fuente de corrupción del país. Han generado o agravado problemas constitucionales en Cataluña y País Vasco, y podemos acabar teniendo problemas de la misma naturaleza en otras regiones que no me atrevo ni a mencionar. Son una fuente de despilfarro incesante, de gasto público descontrolado y que, con una deuda pública del cien por cien del PIB, simplemente no nos podemos seguir permitiendo. Han ahondado en el problema del “capitalismo de amiguetes”, que fue una de las causas del final del sistema alfonsino, que no solucionó el franquismo y que hoy hace que haya diecisiete economías diferentes en España con diecisiete conchabeos de amiguetes.
No hay un sistema de vacunación, de listas de espera o un conjunto de grandes hospitales donde desarrollar una investigación a nivel nacional
No existe un currículum nacional ni nada que se le parezca, lo cual produce localismo pueblerino y falta de competitividad y de esfuerzo en investigación. Es imposible crear un museo nacional sin que haya graves problemas de orden público o hacer una mínima política cultural de ámbito nacional. No hay un sistema de vacunación, de listas de espera o un conjunto de grandes hospitales donde desarrollar una investigación a nivel nacional. La justicia está atomizada y empieza a ser un problema tratar de litigar contra alguien local, y más si tiene alguna influencia. El derecho penitenciario aplicado por las comunidades es simplemente un escándalo. Hay que empezar a proclamar que el sistema autonómico no hay por donde cogerlo. Es un fracaso sin paliativos.
Hay un mantra del PP de Madrid para defender el sistema autonómico que tiene gracia precisamente por ensalzar este tribalismo cateto. Suelen decir que gracias a las comunidades se pueden paliar, en educación e impuestos, las políticas de izquierda nacionales, como si Madrid fuera Suiza o los madrileños monegascos.
El caso de Barcelona
Las comunidades autónomas son un anacronismo. El mundo se mueve de forma global generando centros de inversión en torno a grandes ciudades. Hasta hace poco, Barcelona era uno de esos centros -la gran ciudad del Mediterráneo- con una situación geográfica y unas capacidades humanas idóneas. Hoy por culpa del sistema autonómico, que ha dado alas al independentismo, Barcelona ha sido borrada del mapa. Sólo un gobierno nacional puede mantener las virtudes de estos polos o focos, aprovecharlos al máximo y generar los desarrollos regionales para paliar sus desequilibrios negativos.
La bandera de la nueva derecha debe de ser acabar con las comunidades autónomas. Reforcemos los municipios en las competencias menos ideológicas: limpieza, seguridad inmediata, infraestructuras urbanas, libertad de empresa, servicios sociales, etc. El resto deben volver al estado. Hoy el Gobierno central, atenazado por la UE y las autonomías sólo parece que se ocupa -como decía Felipe González- del museo del Prado.
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