“No hay plan. Por supuesto, porque va a haber mayoría y la lideraré yo”. Bien, vale, comprendo que estamos en campaña y es lo que te han dicho que tienes que decir. Dilo tres o cuatro veces más y luego te lo volveré a preguntar: ¿qué pasa si no hay mayoría?; ¿iremos a unas cuartas elecciones en cuatro años y así hasta que alguien gane en solitario?: “No habrá nada de eso porque ganaré yo”.
No hay manera, no les sacas de ahí. No sé por qué se instala tan fácilmente esa certeza, absurda pero firme, de que las elecciones nos traerán las soluciones definitivas a los embrollos políticos. Cuando en 2015 Rajoy ganó las elecciones generales, España entró en un periodo muy agitado respecto a la actividad política en el que seguimos instalados. Agitado y hasta revuelto, pero sin visos de solución ni pronósticos de estabilidad. De nada sirvió la repetición de elecciones, ni hubiera servido tampoco la tripitición que estuvo a punto de producirse si no la evita la entonces gestora del PSOE.
Algo parecido pasó en las de Cataluña. Hay muchos que ya ni siquiera recuerdan que las últimas de allí, las que ganó Arrimadas pero que dieron el Gobierno a Torra, fueron unas nuevas autonómicas (o sea, una repetición) que convocó Rajoy en aplicación del 155, debido a la insostenible situación creada por los independentistas de Puigdemont. Lo que es más fácil de recordar, porque lo vemos todos los días, es que aquellas elecciones no sirvieron en absoluto para cambiar las cosas, que siguen como antes. Sin embargo, asombrosamente, la leyenda de “esta vez sí” tiene siempre más fuerza que cualquier evidencia.
Esto no pinta bien: consignas y declaraciones a muerte contra los adversarios, convertidos en enemigos irreconciliables a batir hasta su exterminio en los campos del honor electoral
Es compresible que los líderes no quieran debilitar sus opciones electorales manifestando el menor titubeo sobre su posible victoria, pero también ellos deberían comprender que hay muchos ciudadanos que también votan y que, menos cegados por la pasión ideológica pero también conscientes de los problemas a los que se enfrenta España, esperan algún mensaje cabal respecto a cómo podría solventarse una situación de minoría como la que llevamos viviendo en los últimos años. Una solución que, comprensiblemente no se podrá dibujar al detalle hasta que no se conozcan los resultados definitivos, pero que bueno sería que se fuese al menos insinuando, sobre todo porque es ante la que más probablemente nos vamos a encontrar a la luz de todos los datos demoscópicos, o simplemente recordando lo sucedido las últimas veces que ha habido urnas.
No se escucha nada de eso. Todo lo contrario, los mensajes, las consignas y las declaraciones van todas a muerte contra los adversarios, convertidos en enemigos irreconciliables a batir hasta su exterminio en los campos del honor electoral. Nada de eso tan épico va a pasar.
Con cuatro grupos nacionales importantes y otros, también importantes, en sus feudos vasco y catalán, habrá traslados de votantes de un lado a otro, sin duda, pero continuará habiendo millones de españoles que seguirán siendo votantes de la derecha conservadora o liberal y otros millones de españoles que seguirán siendo socialistas o más a la izquierda que el PSOE. Como habrá nacionalistas españoles, vascos y catalanes en gran número. Las elecciones de abril no nos van a traer otro país, con otra gente, sino uno muy parecido al de este mes de marzo. ¿Y entonces qué?; ¿cuál es el plan?
La generación a la que restriegan haber hecho una transición tan “infamante” como la que se describe hoy, los que cometimos la osadía de entender la visión del adversario, aceptar su legitimidad y, sobre todo, que España tenía graves y urgentes problemas imposibles de abordar sin acuerdo, tenemos derecho a que no se nos trate como idiotas electorales.
La deuda enorme, las pensiones tambaleantes, la desigualdad que nos reprocha hasta Europa, nuestra imprescindible competitividad internacional, el incremento de la pobreza laboral, la desertización demográfica de media España, el deterioro de las clases medias y, naturalmente, el enorme problema que supone que la mitad menos uno (o más uno -va por días-) de los catalanes se quieran separar de España, son problemas muy difíciles y muy de hoy, que no pueden solventarse diciendo que “no pasa nada porque voy a ganar yo”.
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