El 47% de los jóvenes vascos, los estudiantes que ahora andan los por veinte o veintipocos, no saben quién fue Miguel Ángel Blanco. No les suena de nada ese nombre, no lo han oído nunca. El asesinato de aquel chaval, el 12 de julio de 1997, sacó a la calle a seis millones de personas en toda España, provocó una marea de indignación como no se había visto nunca, llenó el país de lazos azules y marcó el principio del fin de ETA: la gente, por primera vez, acosó y persiguió por las calles a los de HB, cómplices de los carniceros. Pero Blanco es hoy, para casi la mitad de los chavales vascos, un completo desconocido. No hay datos fiables sobre lo que pasa en el resto de España, pero cabe imaginar que las cifras no serán demasiado distintas.
Ese es el dato más espeluznante de una serie que sin la menor duda marcará un hito en la historia de la televisión española: ETA, el final del silencio, dirigida por Jon Sistiaga y producida por Movistar y por La Caña Brothers. Tenemos, o al menos muchísima gente tiene, memoria de pez. En este tiempo, cuando la sociedad –sobre todo la parte más joven– tiene a su alcance más información que nadie en toda la historia de la humanidad, no nos acordamos de nada.
Y no es algo premeditado, no se trata de una conspiración de silencio, no empecemos con eso. Simplemente, no se acuerdan porque no lo conocen. Nadie se lo ha contado. En sus familias no se habla de eso, cómo se va a hablar, por qué. En clase no lo dan, quizá porque el temario es amplio y no da tiempo (eso no es nuevo: nosotros, los de mi tiempo, no estudiamos nunca la república y menos el franquismo, ni en el instituto ni en la universidad; la historia contemporánea de España se acababa en Alfonso XIII, y eso con suerte). Es verdad que hace dos años, cuando se cumplió el vigésimo aniversario del crimen, hubo un gran despliegue de información en todos los medios. Y estos chicos ya tenían uso de razón, podían haberse enterado. Pues no. Si llegaron a ver algo, no se acuerdan. Seguramente la razón es sencilla: Miguel Ángel Blanco no es un hashtag. No sale en Twitter, ni en Facebook, ni tampoco en Instagram. Cómo lo van a conocer.
Hablé aquí de la serie de Sistiaga hace más o menos un mes. Vuelvo sobre el asunto porque la estoy siguiendo con el mayor interés: la atención que despertó en mí el primer capítulo, el de los puentes, no ha hecho más que crecer. Jon Sistiaga no le cae bien a todo el mundo, que es lo que nos pasa a todos. Pero este trabajo suyo es la obra de su vida. Lo ha tenido que pasar fatal haciéndolo, y en muchísimas ocasiones se le notan los nervios, la sonrisa forzada, la duda del último segundo sobre si preguntar o no preguntar tal cosa, sobre si usar o no tal palabra. Pero lo hace, siempre lo hace. Y el resultado es asombroso.
Con qué desprecio trataba el obispo José María Setién a los familiares de los asesinados y cómo solía preguntarse, despectivo, que “en dónde está escrito que un pastor tenga que amar por igual a todas sus ovejas”
No es fácil preguntarle al astuto y melifluo obispo Uriarte sobre la actitud de la Iglesia ante ETA. No es fácil escuchar cómo ese hombre dice que ellos siempre estuvieron en contra, sobre todo cuando vienes de entrevistar a un antiguo etarra de los años 70 y te ha confirmado que ETA se gestó en los seminarios, y que a él mismo un cura le ofreció la absolución sin problemas cada vez que matase a un guardia civil. No es fácil, no puede serlo, oír cómo Uriarte admite que “quizá” la Iglesia pudo hacer más por mas víctimas, cuando él sabe mejor que casi nadie con qué desprecio trataba su antecesor, el obispo José María Setién, a los familiares de los asesinados, y cómo solía preguntarse, despectivo, que “en dónde está escrito que un pastor tenga que amar por igual a todas sus ovejas”.
No le debió de ser fácil a Sistiaga hablar con antiguos asesinos y, por más arrepentidos que estén, usar en la conversación las palabras correctas: asesinar, asesinato, porque la mafia de ETA elaboró un léxico propio en el que se usaban nada más que eufemismos: objetivo, ejecución, “levantar” un concejal (esa fue la expresión con que se dio la orden de matar a Miguel Ángel Blanco); y las palabras, por más años que pasen, se cuelan en la mente de las personas y hacen allí nido, y difícilmente se van. Pero Sistiaga, sonriendo como puede, lo consigue. Logra que los antiguos asesinos hablen de asesinatos. Sin vestir la palabra de seda.
No debió de ser fácil entrevistar a las víctimas, a los policías, a los ertzainas que se quitaron la capucha en Ermua, en las horas posteriores al crimen de Blanco, para que la gente viese la cara de quienes les estaban protegiendo; y que hoy, cuando lo recuerdan, se echan a llorar ante la cámara. Se nota que Sistiaga lo pasa mal cuando habla con los hijos de Jose Mari Korta, con la novia de Pertur (miembro de ETA asesinado por la propia banda) y con tantos más.
Pero lo peor, o casi, debió de ser llevar a Iñaki García Arrizabalaga a dar una clase a los alumnos de 4º de Derecho y Criminología de la Universidad Francisco de Vitoria, en Madrid, y ver cómo este hombre, profesor de Deusto, les preguntaba si sabían quién fue Miguel Ángel Blanco. Y no lo sabía absolutamente ninguno. ¡De cuarto curso de Derecho! ¡Y en Madrid! Tan solo uno, el mayor de todos los alumnos, de 28 años, apuntó que podía haber sido alguien a quien ETA secuestró durante mucho tiempo. Lo confundía quizá con Ortega Lara.
'Aquí tienes mi nuca'
Y luego, cuando Arrizabalaga les explica cómo mataron a su padre, los chicos abren mucho los ojos y lo flipan. Y después les ponen un vídeo sobre aquellos días horribles de hace 22 años, los días de las manos blancas y del “ETA, aquí tienes ni nuca” y, al término de la proyección, los futuros abogados criminalistas se limpian las lágrimas, quiero creer que alguno, quizá, por la conciencia de que se acababa de enterar de todo aquello.
La serie de Sistiaga (y Alfonso Cortés-Cavanillas) me parece prodigiosa, sobre todo, por tres cosas. Primera, porque rompe, ¡por fin!, con una larga costumbre de miedo y silencio que la sociedad vasca vivió durante 50 años. En la serie se habla de aquello y se habla con sencillez, con serenidad pero con claridad, sin eufemismos, sin miedo, sin más tensión que la que genera la memoria del propio drama en quienes más y peor lo vivieron.
Segunda, porque pulveriza sin contemplaciones el famoso “relato” de los cómplices de ETA, según el cual el final de la mafia vasca fue casi una victoria llena de generosidad y condescendencia por su parte. No lo fue. Fue una derrota en toda regla, y ellos lo saben, y eso queda más que claro en todos los minutos de cada uno de los cinco capítulos que se han emitido hasta ahora (quedan dos).
Alimentar el odio
Y tercero porque, a pesar de las espeluznantes estadísticas, esa serie va derecha a la memoria colectiva. Está pensada para que todos, y no solo los jóvenes vascos, recordemos lo que pasó y cómo pasó, y muchos casos habrá de quien se entere ahora de que aquello sucedió. La serie vence al silencio, vence al miedo, vence a la mentira y combate (como puede) contra la desmemoria y el olvido, que es el peor de los males imaginables para una sociedad que pretende vivir en paz. Y también vence al rencor: todos los que aparecen, víctimas y verdugos, repiten que no se puede vivir alimentando el odio cada día que amanece. Hay que perdonar y perdonarse. Pero para eso hacen falta dos cosas: que los verdugos pidan perdón y, sobre todo, que todos sepan bien de qué, por qué se pide perdón. Que esté todo claro. Y eso es lo que cuenta la serie.
No creo que haya ni un solo niño alemán mayor de 12 años que no haya oído nunca hablar de Hitler. Eso se enseña en las escuelas y en las familias. Aquí hay un 47% de chavales vascos (y no vascos, está claro) que ignora por completo qué pasó en este país durante medio siglo, y que tampoco sabe (ni termina de entender cuando se lo dicen) que aquella manada de bestias asesinó a 858 personas en nombre de la “patria vasca”. Con el aplauso y la complicidad de buena parte de la sociedad. Que fue lo mismo que le pasó a Hitler.
Por eso es importantísima esta serie de televisión y, en mi opinión, debemos difundirla cuanto podamos. Porque si esa memoria de pez que padecen los chavales no se cura, no se regenera, no crece mucho, entonces sí que estamos perdidos.
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