Se cumplen exactamente 30 años. Fue en noviembre de 1991 cuando apareció un libro rechazado y silenciado, que molestó hasta a los editores. No recuerdo ni una sola referencia a él que no fuera de pasada y con desprecio. Se titulaba El precio de la Transición y llevaba dos dedicatorias encabalgadas. Una decía “a mi hijo Pablo, que nació cuando la Transición terminaba y muchas otras cosas también”. La otra “a todos aquellos que sin cambiar de lugar de pronto descubrieron que estaban solos”.
En el texto se trataba de explicar lo que la transición a la democracia había cubierto de una capa de manipulación descarada del pasado, impulsada desde las altas instancias culturales y políticas incluidos los sumisos medios de comunicación impregnados de buenismo, cuando aún no se utilizaba el palabro. El discurso de una modélica transición que pasó de una dictadura exterminadora a una democracia ejemplar, se había impuesto como un dogma que no admitía matices ni sarcasmos.
Sin entrar en mayores precisiones, la Transición supuso una inmersión en la implacable realidad. Los más agudos blanqueadores de la izquierda oficial entonces se apañaron con juegos literarios. El de Manolo Vázquez Montalbán hizo fortuna a propósito del supuesto equilibrio de fuerzas que obligaba al consenso. Este baño de vaselina fue muy bien recibido y repetido como si se tratara de una conclusión de Clausewitz sobre estrategia militar, especialmente dirigido para otorgar autosatisfacción a quienes aspiraban a su lugar al sol de los nuevos tiempos.
El discurso de una modélica transición que pasó de una dictadura exterminadora a una democracia ejemplar, se había impuesto como un dogma que no admitía matices ni sarcasmos.
Formaba parte del manual de cómo adaptarse después de que el Partido Socialista de Felipe González arrasara en las urnas de 1982, convirtiendo todo el territorio en tierra conquistada pero necesitada de evangelización. Los dos profetas, González y Guerra, que luego dividirían su apostolado, dictaban la doctrina y El País, la gran empresa del empeño intelectual, se convertía en algo tan eficaz como el propio BOE.
Pero se cuidaba entonces muy mucho, como ahora, que la inquebrantable realidad quedara por describir. Franco había acabado por consunción y todos éramos iguales frente a la evidencia; los que pelearon contra la dictadura, los que sobrevivieron a ella y los que esperaron tiempos menos arriesgados. Primero fue la derecha siempre hirsuta la que se volcó contra Adolfo Suárez por creerlo demasiado complaciente y ahora la izquierda institucional lo borra de la historia en la nueva ley sobre la Memoria.
Todo empieza con el PSOE y en octubre de 1982. El 23-F golpista desaparece quizá porque haga referencia al valor contestable de las fuerzas democráticas. Forma parte de la memoria oculta de los padres, su miedo, su conciencia de que la sociedad era aún tan sumisa como para aceptar lo que les viniera encima y lo único factible consistía en salir corriendo. Lo que ahora se mueve pertenece a los nietos; los progenitores con ambición de permanencia tienen suficiente con pescar algo de la rebatiña. Sin entender eso no se comprendería que Esquerra Republicana de Cataluña y su charnego independentista pudiera exigir una memoria histórica que podría ir más allá del fusilamiento criminal de Companys en el 40; el líder más moderno de esa antigua tertulia organizativa, Heribert Barrera, reconocido xenófobo y racista, se hubiera espantado ante la singularidad de que un mozo sin ancestros de la tierra como “el Rufián” fuera representante de los suyos.
Lo que ahora se mueve pertenece a los nietos; los progenitores con ambición de permanencia tienen suficiente con pescar algo de la rebatiña
La experiencia catalana demuestra cómo se puede manipular la historia hasta alcanzar lo inverosímil. El gobierno de la Generalitat promueve un homenaje a la Asamblea de Cataluña, que se creó en 1971 como atisbo de lo que podría acercarse a una confluencia de fuerzas antifranquistas, y ni siquiera convoca al PSUC y CCOO que fueron los indiscutibles organizadores y alentadores. Tiene su coherencia; la Convergencia de Pujol no existía y ahora que disfruta del erario público ha tenido la deferencia de nombrar a Rafael Ribó, antiguo dirigente comunista por azar de la decadencia, Defensor del Pueblo catalán; pero solo para que les defienda a ellos, con muy altos honorarios de hombre venal y cobarde, como fue siempre.
La situación sería muy sencilla de resumir. En apenas dos rasgos. Hemos llegado al poder y no lo soltaremos. Teniendo en cuenta que nuestra tarea sería la de cambiar el presente y mejorar el futuro, y eso no es posible ni deseable para nuestros intereses, que se reducen a seguir gobernando, preocupémonos entonces de cambiar el pasado. Todo poder con veleidades autoritarias se ha deslizado siempre hacia ahí porque resulta más fácil crear un pasado a la medida de sus necesidades que enfrentarse a un presente arriesgado. Es cuando hacen aparición dos fantasmas gemelos: la crispación y el discurso.
Usted toma decisiones que provocan a una buena parte de la ciudadanía pero que son obligación ineludible de los pactos que le mantienen en el poder. ¿Qué puede hacer? Echar mano del discurso. El término crispación es una variante de la violencia, su introducción; más allá se entreve el botón rojo de la fuerza. Todo poder de dudosa estabilidad se autoproclama factótum de la paz y la convivencia, por más que esté día tras día golpeándote con manipulaciones para desestabilizarle e incluso borrarte de la lista de los vivos. ¡Qué bien gobernaríamos sin oposición!
Hacer una ley para encarcelar a Rodolfo Martín Villa me parece algo tan estúpido e inane como el personaje que representa
Por tanto, debe denunciarse a todo el que haga una oposición firme. Es un provocador de crispaciones. Ahí, sin que nadie lo señale, hay un rasgo de los viejos tiempos anteriores a la transición. Franco se constituyó en el más ferviente defensor de la paz, incluso se proclamaron los hoy tan olvidados fastos de los XXV Años de Paz (1964) en el que tantas figuras egregias abrevaron. Si usted gobierna con ambición absoluta tiene el privilegio de imponer un vocabulario; el filólogo judío Víctor Klemperer escribió un libro ya clásico sobre el asunto.
La derecha española está crispada, aseguran mientras le echan día sí día no, las víboras para que la envenenen. A mí no me parece mal ni bien; se trata de la política como juego perverso. Lo que me irrita es que los voceros lo jaleen y la gente se lo crea. Aquí fascismo y estalinismo van de la mano; la querencia de un poder sin opositores. Hacer una ley para encarcelar a Rodolfo Martín Villa me parece algo tan estúpido e inane como el personaje que representa. Fue todo en la política desde que montó en coche oficial con el Frente de Juventudes, apenas tenía 18 años, y no se bajó ni siquiera para ejercer de mandarín en el consejo de administración de El País. Ser benevolente con la estafa es la muestra de nuestra humillación como ciudadanos.
Apoya TU periodismo independiente y crítico
Ayúdanos a contribuir a la Defensa del Estado de Derecho Haz tu aportación