Ahora que se vuelve a hablar de reforma laboral y de regresar a algunos parámetros previos a 2012, me vuelven a la cabeza anécdotas que me hacen reflexionar sobre lo ridículo y obtuso que es el mercado de trabajo español en su diseño y del mal que provoca a una parte importante de la población. Desgraciadamente, hemos desarrollado en estas últimas tres décadas una larga tradición de reformas laborales, muchas innecesarias, otras manifiestamente erróneas y el resto claramente mejorables que nos han regalado un mercado de trabajo “Frankenstein” que genera tantas disfuncionalidades que condena a una buena parte de la población española a la precariedad o a la frustración. Este mercado de trabajo y sus consecuencias, recuerden, es una opción política y como tal corresponde a los políticos resolver el desastre que en parte han ayudado a provocar. Pero mucho me temo que con la nueva reforma, como se plantea, se prosiga en el empeño de dibujar cicatrices en un rostro desfigurado por intervenciones pasadas. Un rostro que, habitualmente, muestra su lado más amargo entre quienes nos rodean. Para muestra, dos botones.
Hace unas pocas semanas disfrutaba con mi familia y unos amigos un rato de asueto almorzando en una de las muchas terrazas que pueblan las calles de mi ciudad. Este año los vientos y las presiones atmosféricas nos están regalando un verano muy agradable, y su disfrute es lo que hacíamos aquél día. En una típica plaza sevillana, donde los niños pueden corretear felizmente y sin problemas de tráfico, todos comíamos, charlábamos y reíamos.
De repente, en la mesa de detrás nuestra se armaba un cierto revuelo. Era un grupo de mujeres no muy alejadas de la treintena que habían quedado para almorzar como hacíamos nosotros. El grupo, de unas cinco personas, charlaba de sus cosas, unas veces sobre trabajo, otras de planes veraniegos y otras sobre amistades que no estaban presentes. Debo reconocerles que peco de curioso aderezado por un toque de cotilla, por lo que a ratos me interesaba más la conversación del grupo ajeno que la del propio.
Acumulamos una larga colección de reformas laborales en muchos casos innecesarias y casi siempre mejorables, cuando no manifiestamente erróneas"
De repente llegó una nueva comensal. No me di cuenta de su llegada hasta que esta generó un revuelo entre sus amigas. Algo había comentado que provocó la felicitación y “enhorabuenas” del resto de su pandilla. En ese momento la curiosidad que a uno le suele asaltar iba creciendo. Las muestras de felicidad eran cada vez mayores y con ellas mis ganas de conocer la razón. De repente escuché “¿seis meses?”. La respuesta de la recién llegada era afirmativa. “Sí, seis meses. Estoy muy contenta”. Ante esto, y me van a perdonar, lo primero que pensé es que estaba en estado y que en seis meses sería una feliz mamá. Esa respuesta, más el júbilo provocado, suele ser indicio de la llegada de un bebé o, al menos, eso pensé. Pero estaba equivocado. Muy equivocado. La conversación continuó: “Me lo dijo ayer mi jefe”, fue lo siguiente. “Sí, he pasado el período de prueba y me hacen otro contrato de seis meses”.
La desazón de quien les escribe fue absoluta. Una mujer, de unos treinta años llega a la reunión en la que había quedado con sus amigas a contarles, con la mayor ilusión que podemos imaginar, que su contrato se prorrogaba seis meses. Es evidente que si estaba contenta, nosotros no somos nadie para no congratularnos por ella. Pero mi desazón nació del simple hecho de que en España tengamos que felicitarnos, de esa manera, cuando alguien nos contrata; y además, ¡por seis meses! Esto, en mi opinión, demuestra la existencia de restricciones impuestas por nuestro siniestro y tétrico mercado de trabajo a nuestro desarrollo profesional, donde cualquier migaja, cualquiera de las más nimias recompensas que obtenemos por nuestro esfuerzo las damos por válidas. Nuestro mercado de trabajo será normalizado solo cuando este tipo de noticias dejen de alegrar a un grupo de amigas. Nadie debe anhelar un contrato de trabajo de seis meses, más bien al contrario. Si esto ocurre, como en aquella plaza al mediodía de un día de verano, es porque nuestro mercado de trabajo está diseñado contra gran parte de quienes participan en él.
La segunda anécdota responde a la experiencia de un muy buen amigo. Para situarnos, este amigo, de mi edad, ronda los 44 años. Lleva casi veinte años trabajando para la misma empresa familiar, a la que dedica unas sesenta horas cada semana a cambio de un sueldo modesto que remunera, según contrato, muchas menos horas. Las condiciones laborales son del mismo modo muy mejorables. Desde que lo conozco, más de siete años, no ha podido conciliar el descanso estival con su mujer, que también trabaja e igualmente tiene unas condiciones laborales muy estrictas. Desde hace años sueña con mejorar profesionalmente, pero dentro de su empresa lo que consigue es lo contrario. Las condiciones empeoran cada año y su sueldo hace lo propio.
Tal y como está diseñado el mercado, los incentivos a cambiar de empleo son cero, lo que se traduce en un mercado de trabajo rígido y de baja productividad"
Algunas veces se le ha alentado a dejar la empresa y buscar otro empleo. Pero su argumento es demoledor: ¿A dónde voy? En esta empresa, a pesar de todo, es fijo. Cualquier cambio, ya que ha tanteado varias posibilidades, le llevan a tener que aceptar empleos temporales. Por otro lado, su argumento final es que, si se va, pierde sus derechos por indemnización y que, contando que acabaría en un empleo con peores condiciones laborales, tendría que asumir un coste excesivamente elevado. La única posibilidad que le asegura una transición laboral convincente es aprobar unas oposiciones (a las que puede optar por su nivel educativo no son lo que se dice variadas) o iniciar un negocio. Pero en esta segunda opción su experiencia, por lo cercano de otros y otras que lo han intentado, es que se asume un riesgo muy elevado sabiendo que, por supuesto, hay bocas que alimentar y cuerpos que vestir.
Nuestras esperanzas estaban depositadas recientemente en un concurso-oposición al que optaba para trabajar en una empresa pública. Sin embargo, no resultó como esperábamos, o deseábamos, y en esta última semana todos los amigos hemos tenido que consolarle, recordándole que, al menos, tiene un empleo y que siempre se puede estar peor. Consuelo de muchos…
Esta segunda anécdota me recuerda cómo el diseño de algunas reglas laborales limitan el desarrollo de un mercado de trabajo dinámico. En este caso, y por boca de mi amigo, si pudiera llevarse sus derechos de indemnización independientemente de que abandonara o no la empresa, tendría más incentivos a cambiar de empleo. Incluso aunque tuviera que aceptar en los inicios contratos peores. Sin embargo, tal y como está diseñado el mercado, los incentivos a cambiar de empleo y a la movilización son cero, lo que se traduce en un mercado de trabajo rígido y de productividad baja.
En resumen, no estamos condenados por designación divina a este mercado de trabajo. Si lo debemos asumir es porque sencillamente o hay dejadez o hay intención política. Quiero creer que se trata de lo primero. Debemos exigir que las reformas busquen un mercado digno para todos, que nos permita usar a este para lanzar nuestros anhelos personales y profesionales y no como pozo en donde cualquier atisbo de luz sea aceptado como un regalo de los Dioses. No deberíamos conformarnos ni con tan poco ni con el consuelo de muchos.
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