Opinión

Merecemos un Gobierno que no nos confunda

El desastre económico al que nos llevan terminará en un desastre social que hoy no somos capaces de imaginar

No sé si tenemos derecho a exigir un gobierno eficaz. A fin de cuentas, los que se sientan en el Consejo de Ministros están puestos por los votos y no llegaron en un meteorito, de modo que quizá no haya mucho margen para la queja, más allá de que nos quejemos a quienes han puesto a esta pelotón de irresponsables para lidiar un trance como el que vivimos. Lo que si sé es que merecemos un Gobierno que no nos mienta —¿verdad que sí, querido y añorado Alfredo Pérez Rubalcaba?—.

Un Gobierno que no improvise, que no se contradiga, que no se corrija tan a menudo, que no nos hable de expertos sin decirnos  a continuación a quién o quiénes se refieren, cómo se llaman y dónde están; un Gobierno, en fin, que no divida España entre empresarios y trabajadores, entre los que, según sugiere algún ministro —ministra, más bien—, hacen el agosto con los ERTE y los que lo sufren. 

Un Gobierno que no se cure sus propias heridas con el ardid de dividir Europa entre los países ricos y los pobres, entre los que hacen sus deberes y los que no. Alemania, Austria, Holanda pueden ser insolidarios, probablemente lo sean, pero son estados insolidarios hartos de pagar la factura de quien no toma medidas, de quien se ve sobrepasado, víctima de la falta de previsión, conocimientos y decisión. 

¿Dónde está la transparencia?

No nos mecemos un Gobierno que se entrevista a sí mismo, que seleccione las pocas preguntas que puede responder, que nos tome el pelo a los ciudadanos haciendo pasar por ruedas de prensa lo que pasara a la historia de la infamia y la ignominia periodística como una dolorosa trampa; un Gobierno superado y trastornado cuya impronta más aguda hasta el momento la marca un puñado de ministros social-comunistas preocupados por el relato del día después. Cómo explicar lo sucedido y a quién cargar con la culpa, ese es el trabajo de quien debería estar asumiendo la responsabilidad de este momento.

Veo a la ministra de Trabajo, tan cursi y rotenmeller, anunciar que van a prohibir el despido en las empresas y me pregunto enseguida si eso es legal, si eso lo puede hacer un Gobierno que no sea el de Cuba o Corea del Norte o Venezuela. Veo a esa ministra en entredicho porque lo que luego dice el BOE no es lo que muy ufana dijo ella a los medios. La veo pedir disculpas por el lío que ha montado y dice que hoy anunciará nuevas medidas. No, por favor, señora Díaz, déjeselo a otro, al ministro Pedro Duque, aunque sea. 

La escucho decir después que el Gobierno no improvisa, y yo ya no sé si reír o llorar. La veo demonizar a los empresarios, y me pregunto si sabrá, si le han contado bien a esta izquierda que se aprovecha de vivir en democracias liberales, que el sector público depende al 100% del privado. Que es el privado el que, con los impuestos que paga, el que nutre y alimenta al público. Y me pregunto si a esta señora tan convencional  le han explicado en alguna escuela de verano comunista que el dinero público lo es porque antes fue privado. Y que en todas las partes del mundo donde se puede vivir dignamente es así. Y que si no le gusta este modelo pregunte por el que usaron en la Unión Soviética o sus replicas por el mundo, y ella verá lo que hace.

Confusión e improvisación

En una crisis como esta, lamentablemente cada vez hay más situaciones que no dependen del gobierno, lo que quizá sea una suerte, porque lo que depende de Pedro Sánchez ya no da más de sí. El que debe liderar este momento no puede hacerlo por muchas razones y demasiadas carencias, pero sobre todo porque sus apariciones en plena crisis confunden a los ciudadanos, a la opinión pública y desde luego a la publicada.

Lo único que Sánchez no debe hacer es confundir, y ya ven ustedes dónde estamos. Si se quedara quieto y hiciera de la quietud una virtud, si no confundiera a autonomías, médicos, científicos, oposición, ciudadanos y alcaldes hasta podríamos agradecérselo. Pero confunde con la misma devoción con que improvisa. Y cuando no es él, es la ministra de ¡Defensa! la que se va a La Sexta para anunciar a última hora de la noche del domingo una moratoria para que algunas actividades económicas se paralicen paulatinamente. ¡Y luego viene la señora ministra de Trabajo con eso de que el Gobierno no improvisa! 

Están en las cifras y los números, que ya no nos creemos. Y por eso la encuesta de GAD3 afirma que dos de cada tres españoles creemos que el Gobierno está ocultando información. Están en salvar su culo, en confeccionar un inverosímil relato que tranquilice sus conciencias en el día después, e ignoran que el desastre económico al que nos llevan terminará en un desastre social que hoy no somos capaces de imaginar. O sí, pero hay miedo sólo de pensar en él. 

Fallecidos y estadística

Los comunistas que se sientan en el consejo de ministros deben saber aquello que se le atribuye a Stalin —se non é vero, é bien trovato—,  de que un muerto es una desgracia, pero que miles son sólo una estadística. Y escribo esto a las doce del mediodía de ayer, cuando por primera vez sonaba en la Puerta del Sol el Adagio for strings, de Samuel Barber, en homenaje a los muertos del coronavirus, todos con nombres y apellidos, con hijos, nietos, familiares. No podemos hacer por ellos más que esto. Recordar que un día estuvieron vivos. Confirmar lo peor y más inhumano, que en unas horas han pasado a formar parte de la estadística. Se van sin velatorios, sin pésames, sin funerales, sin abrazos. Se siguen yendo ante la vergüenza y el horror de millones de españoles que hoy no saben dónde mirar. Y me temo que mañana tampoco.

Adiós al lenguaje inclusivo

De repente, para los ministros y las ministras, sólo hay muertos, no hay muertas; enfermos y no enfermas, afectados y no afectadas; ancianos, pero no ancianas. Empresarios, pero no empresarias. 

De repente hay mentirosos, pero también mentirosas. De repente caigo en ello. Tan de repente, oigan. Tan de repente que ya no sé si lo que acabo de escribir tiene que ver con España, mi país. 

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