Opinión

El miedo al cuerpo

Los ataúdes de madera se apilan en las pistas de hielo y los parkings. Cualquier de ellos podría ser él, ella, una padre, una madre, aquel hermano o este. Alguien, incluso tú

Llevarse bien con lo propio nunca fue tan complicado como ahora. La casa, que podría ser más grande, tener ventanas o armarios más amplios. La pareja, a la que descubrimos simple, impertinente o agresiva tras veinte días de encierro. Los hijos, que no callan o los que ya ni hablan. La cuota de autónomos, la luz y el alquiler, más puntuales que nunca. Y la nómina que aún no depositan en la cuenta, ¿será que…?

Sobre los miedos domésticos se alza uno más primitivo, que va taladrando los objetos hasta inutilizarlos, como si la enfermedad que merodea les quitara la importancia a picotazos. El rechazo a la cercanía del otro. El temor a tocar y ser tocado. La desconfianza rebrota, según el día: la fiebre que creemos sentir y luego se evapora, el ahogo pasajero o la tos que vuelve a casa pegada en las bolsas de la compra. El virus es como la culpa: se cuela por cualquier rendija.

Sobre los miedos domésticos se alza uno más primitivo. Un temor que va taladrando los objetos hasta inutilizarlos

El miedo al cuerpo y la extrañeza que nos produce lidiar con él pasó de la compra compulsiva de cintas de correr a la sensación de fragilidad. En lugar de músculos, sentimos estar hechos de cristal. Los ataúdes de madera se apilan en las pistas de hielo y los parkings. Cualquier de ellos podría ser él, ella, una padre, una madre, aquel hermano o este. Alguien, incluso tú. La imagen viene a la mente a menudo, antes dormir. Más que ponernos el pijama, parece que abotonamos una mortaja.

El cuerpo hasta hace poco sometido al machacón diario del ejercicio y domesticado con cremas, se rebela ante las mortificaciones de antaño y levanta su propio hospital militar en el salón. El hipertenso que teme una subida de tensión. El nervioso crónico, que se desespera. El diabético que piensa en la diálisis o los tumores que siguen creciendo dentro de quienes, aún enfermos, se sienten hoy algo más lejos de la vida.

El cuerpo, hasta hace poco sometido al machacón diario del ejercicio, levanta su propio hospital militar en el salón

Mejor dejar el optimismo para los últimos quince minutos del Telediario. Cuando esto acabe, la normalidad no reaparecerá ante nosotros como los trozos de un jarrón roto que se juntan en el aire. No quedará espacio para la caña al sol, sino para la lenta brega de la ruina, el impago y el desempleo.

Eso que antes sólo parecía ocurrir a los demás, ahora se planta en la puerta de casa con la puntualidad de una vaca flaca a la que alguien ha puesto un cencerro. Siempre fue igual, sólo que ahora podemos verlo. Los miedos se amontonan, como ataúdes en un parking. La verdadera batalla no se libra contra un virus, el combate está aún por comenzar. Habrá que levarse bien con lo propio. O con lo que haya quedado de él.  

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