Muchos han intentado leer El miedo del portero al penalti en clave futbolera. Pero ésta no es una historia sobre fútbol, aunque su título sugiera la tentación de la épica o balada de la derrota. Aquella cosa que tanto gusta glosar a algunos, y no sin cursilería, acerca del portero clavado bajo los tres palos, enfrentado a su destino. Héroe ante el pelotazo. Pero no, ésta no es una historia de ese tipo. La pena máxima ocurre desprovista de cualquier romanticismo.
En las páginas de esta novela, Peter Handke cuenta la historia de Josef Bloch, un antiguo portero de fútbol. Alguien que alguna vez ocupó en el campo de juego el área solitaria de los guardametas, acaso cual guiño de su naturaleza hosca. Bloch ha sido despedido de su trabajo como mecánico. El ocio lo despeña por la cuesta del aislamiento. Bloch se mueve en mundo que no comprende. Un mundo que le resulta hostil.
Josef Bloch es un hombre gris, alguien que avanza por el mundo empujado por la inercia de su propio movimiento. Alguien incapaz de comunicarse. Que se presenta ante el lector como un pobre hombre secuestrado por la estupidez o alguna forma de locura desprovista de inteligencia. Encerrado en su solipsismo, Josef Bloch estrangula una mujer. Comete un crimen, pero no sabe el motivo. Se ve actuar, pero no sabe por qué actúa. Es el personaje prototipo de la posguerra alemana: hombres incapaces de sentir duelo, embrutecidos por los horrores que la guerra ha dejado a su paso.
Quien ve a Carles Puigdemont deambular del sí al no, dando tumbos y arrancado de toda voluntad, piensa en Bloch de Handke. Comparten ese aroma de las cosas atrofiadas. Alguien que hace una cosa y su contraria . Alguien que se ha convertido en observador de su propio juego. Que ejecuta una acción, pero que no sabe por qué actúa, desenchufado de toda inteligencia y empatía. Alguien para quien la nación se limita al hostil decorado que él no llega a comprender. Ésta no es una historia de fútbol, es la oscura historia de los secuestrados por la locura o la estupidez.
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