“Tranquilo. A la espera del Supremo, que tardará 10 ó 12 meses. Refugiado en la lectura (libros, no prensa), jardinería, fotografía… Ah, y los nietos, que son un premio en la vida. Lo de esta nuestra España ya lo ves, puede convertirse en una pesadilla”. Es el texto del último wasap que Miguel Blesa me dirigió el pasado domingo 7 de mayo, con motivo de un comentario previo por él realizado a propósito de mi columna de opinión de aquel domingo, titulada “Un barco a la deriva sostenido por el crecimiento”. La pregunta obligada del “¿Cómo estás, Miguel?” llevaba aparejada la respuesta forzada del silencio. Miguel Blesa no estaba. Andaba refugiado en su casa (“su casa era su celda” me decía esta mañana una persona muy cercana a él), porque el riesgo de salir a la calle y ser recibido por los insultos, incluso por los intentos de agresión de los parroquianos más levantiscos, era demasiado alto como para exponerse a un paseo a cuerpo gentil.
Con todos sus bienes embargados, su escape consistía en acudir a las fincas de algunos amigos que le seguían invitando a pesar de haber caído en desgracia, porque allí podía dar rienda suelta a su afición favorita, la caza (¡Ay, aquellas fotos terribles de potentado que se exhibe orondo y satisfecho tras los trofeos logrados en África, cazador cazado, que tanto daño hicieron a su imagen a los ojos del pueblo llano), y sobre todo porque allí podía pasear durante horas entre pinos y jaras sin que ningún vecino le saliera al paso garrota en mano al grito de “¡chorizo!”. Aislado, silenciado, recluido en el monasterio de su casa, pero nunca hundido. Jamás dio la sensación de estar cerca de quebrarse a cuenta de las causas judiciales que tenía abiertas. “Muy al contrario, Miguel llevaba su situación con una integridad, con una fortaleza que me sorprendía a mí mismo”, me aseguraba esta mañana su abogado, Carlos Aguilar, socio del Bufete Albiñana y Suárez de Lezo.
Aislado, silenciado, recluido en el monasterio de su casa, pero nunca hundido. Jamás dio la sensación de estar cerca de quebrarse a cuenta de las causas judiciales que tenía abiertas
Blesa no había dado en los últimos días la menor señal de estar deprimido, lo cual aumenta los interrogantes de este aparente suicidio difícil de explicar en un hombre que tenía fundadas esperanzas de poder remontar el vuelo de su honor mediante el recurso de casación al Tribunal Supremo de la condena a 6 años que le había sido impuesta por la Audiencia Nacional a cuenta de las tarjetas opacas de Caja Madrid. Él, como la mayoría de los condenados por las famosas “black” –que, por cierto, no fue un invento suyo-, era consciente de haberse convertido en el pagano idóneo, el muñeco sobre el que descargar ese cabreo popular provocado por la dureza de la crisis y la quiebra fraudulenta del sistema de Cajas de Ahorros. Los 15 millones de las “black”, el chocolate del loro, los cacahuetes del festín de un rescate financiero que se ha tragado en torno a 40.000 millones de dinero público, sirvieron para lavar, en el ara de un clima popular intencionadamente alimentado desde los medios, el infinito cabreo de un Juan Español humillado por tanto desafuero.
También esperaba salir bien del caso de los sobresueldos, la denuncia formulada por Anticorrupción en enero de 2015 contra la cúpula de Caja Madrid por supuestos incrementos abusivos del sueldo de sus directivos, ocasionando según la Fiscalía un perjuicio de casi 15 millones a la entidad, un caso que se halla a punto de caramelo tras la apertura de juicio oral el pasado febrero. Contra la cúpula de Caja Madrid no, o no contra toda ella, porque, por sorprendente que pueda parecer, el fiscal solo ha procedido contra Blesa y contra el ex director general Sánchez Barcoj, pero no contra las 28 altos cargos de la entidad beneficiados por la medida, entre ellos los integrantes del Comité de Dirección que la aprobaron. Y es que Blesa se había convertido en una especie de pim, pam, pum, un muñeco de feria al que resultaba fácil arrear estera, un hombre sin contactos relevantes desde que perdiera la amistad con los Aznar a cuenta de la pretensión del primogénito de hacer negocios a costa de la Caja madrileña.
En todo caso un bancario; nunca un banquero
El mayor delito de Miguel Blesa fue quizá aceptar un cargo para el que no estaba preparado, como no lo estaban la inmensa mayoría de los presidentes que llevaron a las Cajas de Ahorros a la ruina de una politización absurda, reñida con el papel primigenio de unas entidades que habían venido dando una buen servicio a esa clientela de proximidad que siempre se sintió a gusto y bien atendida en sus sucursales. Blesa fue un producto del dedazo de José María Aznar, otro más, de modo que cuando perdió el favor de ese gran dedo aznariano se convirtió en un don nadie, alguien situado extramuros del establisment patrio que, al mismo tiempo, destilaba una cierta imagen de tipo estirado, siempre tan pintón con su traje a cuestas, un personaje sin agarraderas al que resultó fácil cargar la cuenta de los escándalos financieros patrios.
Un juguete roto. No fue él quien ideó y llevó a cabo la ruinosa fusión de Caja Madrid con la levantina Bancaja, origen de ese desastre posterior denominado Bankia, ni tampoco fue quien sacó Bankia a Bolsa
Un juguete roto. No fue él quien ideó y llevó a cabo la ruinosa fusión de Caja Madrid con la levantina Bancaja, origen de ese desastre posterior denominado Bankia, ni tampoco fue quien sacó Bankia a Bolsa, no obstante lo cual, los valientes chicos de la prensa española, legionarios todos, se tientan la ropa todavía hoy a la hora de contar las miserias del poderoso e influyente, éste sí, Rodrigo Rato, mientras se despachan a gusto a la hora de poner a Blesa de chupa de dómine. Arrearle a Blesa es tan fácil como tirar un penalti sin portero, sobre todo si intencionadamente se olvida que del panal de Caja Madrid chuparon todos durante años y muy a gusto: chupó, por cierto, la derecha, la izquierda, los sindicatos, la prensa, la Corona y hasta el lucero del alba. ¡Que pague Blesa!
Nunca fue un banquero -en todo caso un ejecutivo de banca-, y mucho menos “uno de los hombres más poderosos de España”, esa soberana tontería que esta mañana se repetía como una letanía por radios y televisiones varias. Fue el mejor amigo de un presidente del Gobierno, uno de los mejores antes de la ruptura de esa amistad, a quien ese presidente del Gobierno colocó en un cargo, un pedazo de cargo, un cargazo, como han hecho todos los presidentes de todos los Gobiernos de la democracia, en un país donde nunca hubo una separación clara entre la política y los negocios, entre lo público y lo privado, origen de gran parte de nuestros problemas colectivos. Esperemos que la autopsia pueda determinar sin lugar a dudas las causas de esta penosa muerte, y deseemos a su familia mucha fuerza para sobrellevar el trance. Descanse en paz Miguel Blesa.
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