Mikolaiv está en la costa, pero no lo parece. Desde la afrancesada Odesa, a unos 100 kilómetros, el trayecto por carretera transcurre a través de los campos de girasoles y cielos límpidos que dicen inspiran el celeste y amarillo de la bandera de Ucrania. El mar no se ve por ningún lado, pero el agua es la razón de ser de este enclave portuario e industrial, de industria pesada de plan quinquenal. Los mayores astilleros del Mar Negro.
Antes de ser sitiada, Mikolaiv era una típica ciudad ucraniana más. Trazado ortogonal, avenidas arboladas y una arquitectura anodina en la que despunta el pastel y el dorado de las iglesias ortodoxas. Bregando con redes mafiosas cuya denuncia podía costarle a uno la vida (un activista que protestó contra la corrupción en el servicio de recogida de basuras me mostró sus múltiples heridas de bala), pero con una sociedad civil chisporroteante que exigía a un enérgico alcalde que no postergara más la promesa esencial de la democracia de dar voz para tener más.
Hoy Mikolaiv - como Mariupol, como Járkov - es el símbolo de una Ucrania que no se resigna a que su destino le sea una vez más hurtado, que es consciente de las imperfecciones de una transición que no ha traído el progreso material esperado pero que aun así hace de los ucranianos sujetos de derechos y deberes, con la capacidad de autogobernarse y la obligación de defender su patria a la cabeza.
Oleksandr Senkevich, el alcalde de Mikolaiv, dijo recientemente en una entrevista en la CNN que los soldados ucranianos “están dispuestos a luchar hasta la muerte”. Lo dice desde la legitimidad que da seguir al frente de una ciudad asediada, con camiseta verde y pistola en el bolsillo. Senkevich es la demostración de que el liderazgo del presidente Zelensky no es producto del azar, y de que cuando se les deja los ciudadanos a veces eligen bien. Algo de lo que Putin y sus secuaces son plenamente conscientes: esa y no otra es la razón de esta guerra no provocada e inmoral, el riesgo existencial que supone para el Kremlin el ejemplo de que la democracia puede funcionar y funciona en la más rusa de las antiguas repúblicas soviéticas.
Una Ucrania multiétnica, democrática y desarrollada habría sido la prueba definitiva de que existe una alternativa a la cleptocracia de Putin
Putin tendrá ensoñaciones imperiales y una visión histórica revanchista, pero no ha metido los tanques en Ucrania para resucitar la URSS ni por el dominio de Eurasia. No lo hace en Bielorrusia o Kazajistán, donde le basta con operaciones “quirúrgicas” para apuntalar a regímenes fieles. Su enemigo estratégico no es la OTAN, ni Occidente, sino una democracia que allí donde ha triunfado ha arrebatado a sus vasallos el poder. No basta sino con preguntarles a los miles de manifestantes que han sido detenidos a lo largo y ancho de la Federación Rusa por manifestarse pacíficamente contra una guerra cuya justificación oscila entre lo inverosímil y la farsa. Y reiterar a los que creen que la solución pasa por proporcionar a Rusia “garantías de seguridad” que una Ucrania plenamente democrática siempre será una amenaza para Putin en la medida en que demuestra que no hay razones culturales o geográficas que hagan del ruso un pueblo incapaz de marcar su propio rumbo de forma democrática. Una Ucrania multiétnica, democrática y desarrollada habría sido la prueba definitiva de que existe una alternativa a la cleptocracia de Putin, desbaratando el relato del proyecto autoritario y etnicista de Moscú.
Condenar a los ucranianos a renunciar a su autonomía política no solo los condena a ellos a ser europeos de segunda, sino también a los rusos que aspiran a vivir en libertad. Esta es la verdad insoslayable que subyace a los sesudos análisis geoestratégicos que frívolamente ignoran los legítimos anhelos de millones de europeos. Una vez más el paternalismo de los que no ven que desde la Cámara de los Comunes al Parlamento Europeo, el reconocimiento es por una vez unánime: hoy los valores europeos los encarna mejor que ninguno de nosotros el pueblo ucraniano, de Mikolaiv a Kiev.
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