Barcelona ha vivido ocho noches seguidas de fiesta, de fiesta de la violencia. Una fiesta que, según el Ayuntamiento, tiene un coste de un millón de euros para poder reparar los daños causados en la vía pública. Unas fiestas nocturnas que se han corrido algunos con la excusa de defender la libertad de expresión y al rapero Pablo Hasel. Eso es lo que calcula el consistorio y, por su parte, y a la espera de nuevas violentas actuaciones tras la convocatoria de protestas para el fin de semana, los comerciantes aseguran que sus daños rondan los 700.000 euros. Con la que está cayendo por la pandemia casi nada.
Todos sabemos que el motivo de esas fiestas de la violencia no es el de defender la libertad de expresión. que queda anulada cuando se recurre a actos vandálicos. Los violentos no necesitan motivos para liarla, saquear comercios, quemar contenedores, romper escaparates, lanzar piedras, botellas, basura y señales de tráfico a los mossos, a costa de los que legítimamente alzan la voz sea por la libertad de expresión, por el hartazgo que sienten ante los políticos, o porque solo ven un futuro incierto. Razones que quedan camufladas por la violencia porque en la diana de los violentos no hace distingos. Allí aparece desde la bolsa de Barcelona a una oficina bancaria, un comercio, la sede de un periódico. Igual da. Van a arrasar con lo que se les ponga por delante.
Los mismos que les defendían cuando no actuaron ante el referéndum ilegal del 1 de octubre de 2017, o con los atentados de Barcelona, ahora les abandonan a su suerte
Y mientras las calles están que arden antes del toque de queda, desde algunos partidos políticos se acusa a la policía de provocar a los manifestantes para que se conviertan en violentos. Otros hablan de revisar el modelo de actuación y quienes les tienen que defender desde el Gobierno en funciones de la Generalitat no lo hacen. Aquellos que les defendían cuando no actuaron ante el referéndum ilegal del 1 de octubre de 2017, o con los atentados de Barcelona, ahora les abandonan a su suerte. Una cosa es analizar una manera de actuar en la que se mejoren los protocolos y otra es tirar por tierra cualquier actuación policial mientras la violencia campa a sus anchas a costa de que todos paguemos la fiesta de los destrozos. Conviene saber que las cargas policiales se anuncian previamente a los asistentes a la fiesta para que tengan a bien abandonen el lugar o dejen de atacar a la autoridad.
Manifestaciones pacíficas
A la clase política le ha sobrado tardanza y le ha faltado contundencia para condenar sin complejos los estos actos vandálicos. Ocurrió algo similar tras la sentencia del procés en 2019 cuando durante una semana la quema de contenedores y la violencia de unos cuantos ocupó las calles de la ciudad condal. Y, también entonces, pasaron días para que, pese a no cuestionarse el motivo de la protesta con el que se puede estar de acuerdo o no, se condenara la violencia. Se puede estar a favor de la protesta y ser beligerante con los que delinquen, una cosa no está reñida con la otra. Como tampoco se debe obviar el debate de fondo de lo que les afecta a los jóvenes. Ni Barcelona es violenta ni los jóvenes o los independentistas lo son, pero a veces una tiene la sensación de que se es más separatista cuanto menos se condene los actos vandálicos o que se es más demócrata cuanto más se defiendan las protestas violentas. Destrozar no es ni democrático ni legítimo y Barcelona a lo largo de su historia también ha sido escenario de multitudinarias protestas absolutamente pacíficas, en las antípodas de lo que ahora está ocurriendo.
Cualquier manifestación o protesta pacífica es legítima y hasta necesaria. El problema es que la barbarie provocada por unos cuantos ha acaparado toda la atención de los medios y de la sociedad. Es imposible, todo el mundo lo sabe, que con el fuego se pueda divisar la auténtica razón de la protesta. Cuídense, con mascarilla siempre.
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