En Podemos andan estos días muy ufanos por lo que presentan como una gran victoria sobre la parte socialista del Gobierno: la Ley de la Vivienda. Tras un largo período de resistencia de aquellos miembros del Ejecutivo responsables del área económica, Yolanda Díaz ha podido exhibir la cabellera de Nadia Calviño como sioux después de la aniquilación del séptimo de caballería. Se ha confirmado que prácticamente todas las veces que surge una pugna entre la fracción comunista dogmática y la que en principio se muestra como el componente sensato que conoce cómo funciona una economía de mercado y está atento a no irritar a Bruselas, Pedro Sánchez se inclina por la peor opción si cree en peligro su pervivencia en La Moncloa. Este comportamiento reiterado del presidente demuestra cuál es su prioridad absoluta, a cuyo servicio pone cualquier medida política o legislativa sin importarle lo dañina, absurda o irracional que pueda ser.
Así ha sucedido con el aumento del salario mínimo, totalmente desaconsejable en la difícil salida de una grave recesión, con la confiscación del beneficio de las eléctricas y la consiguiente inseguridad jurídica inhibidora de la inversión, con la subida del impuesto de sociedades, letal para la creación de empleo y con la eliminación del sexo como realidad tangible para ser sustituido por el género, concepto neblinoso que permite la autodefinición de la identidad sexual y que priva de sentido a la causa feminista. En cada una de estas batallas entre la evidencia y la ideología, entre el interés general y su interés particular y entre las recomendaciones procedentes de la Comisión Europea y el empecinamiento doctrinario, Sánchez, impertérrito, ha apuñalado a la clase media en su bolsillo y en sus valores, avanzando sin mayor preocupación hacia una sociedad empobrecida, desarticulada y crecientemente a expensas de las dádivas del Estado. Es igual que la intervención sobre el precio de los alquileres haya fracasado allí donde se ha aplicado, sea Cataluña o Berlín, no importa que el problema en España no sean ni los fondos buitre ni la codicia de los caseros, sino la escasez de oferta de vivienda en alquiler, nada de eso modifica la impávida voluntad de permanencia en el poder del aliado de separatistas, filoterroristas y bolivarianos, caiga quien caiga, se destruya lo que se destruya, sea la unidad nacional, sean los puestos de trabajo, sea el sistema productivo, sea la independencia judicial o sea la memoria de las víctimas de ETA. Si para prolongar su goce de la púrpura hay que pisotear lo que una mayoría de españoles considera esencial, imprescindible, valioso o incluso sagrado, se cometen cuantos atropellos hagan falta y se sigue adelante en una enloquecida carrera hacia el desastre arrastrando con él a la Nación entera.
¿Esos ministros, qué hacen ahí?
Ante panorama tan desolador, muchos nos preguntamos: ¿Qué hacen Nadia Calviño, José Luis Escrivá, Luis Planas y Margarita Robles en un Gobierno que produce una monstruosidad tras otra y que actúa en contradicción flagrante con los principios, las convicciones y los conocimientos de los cuatro ministros mencionados? ¿Por qué aguantan ahí, apretando los dientes tras cada nueva fechoría de su jefe, tan inferior intelectual, profesional y moralmente a estos subordinados suyos? ¿Qué extraño pegamento les sujeta a sus poltronas mientras su reputación se deteriora, su prestigio se cuartea y el respeto que suscitaban sus figuras se desvanece? No es fácil encontrar una respuesta a interrogantes tan crueles.
Desde luego, no es el beneficio material porque todos ellos ganarían el doble o el triple o más todavía si volvieran a sus ocupaciones anteriores a su fichaje por Sánchez. Tampoco es el honor de desempeñar un puesto de máxima relevancia en la cosa pública porque hacerlo bajo la batuta de tal presidente de Gobierno, deshonra al espíritu más puro. Explicarlo a partir del placer que eventualmente proporcionaría a sus egos la notoriedad y la atención continua de los medios sería ignorar que ninguno de ellos ha demostrado jamás un carácter inseguro, vanidoso o frívolo, sino todo lo contrario, se trata de gentes serias, responsables, ilustradas y psicológicamente maduras. Ni siquiera la satisfacción íntima de trabajar por su país nos da la clave interpretativa de su presencia en un Ejecutivo cuya acción precipita a España al despeñadero.
La única respuesta posible a este enigma podría radicar en que sienten tanta vergüenza por haber sido engañados cuando aceptaron la cartera y no pudieron imaginar ni en sus más horribles pesadillas los niveles tan bajos de irresponsabilidad e ignominia en los que caería el que los llamó, que ahora no se atreven a dimitir porque este gesto de coherencia y dignidad equivaldría a confesar su ingenuidad e imprevisión a la hora de aceptar la propuesta envenenada que hoy les sume en el descrédito.
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