En una semana de focos, alineaciones y fichajes electorales, también de expresidentes del Gobierno que declaran ante la justicia y demás grescas políticas, por encima de todo eso junto, destaca un episodio parlamentario cuya estampa va más allá de un pulso entre Gobierno y oposición.
A falta de promulgar leyes, el Congreso de los Diputados ha impuesto una regla fija que acabó por transformar a los representantes ciudadanos en militantes partidistas. Es una metamorfosis que adquiere forma teatral y entremesil, según convenga, un stand up, pero sin comedia, y que incluye desde preguntas retóricas hasta réplicas casi siempre broncas y faltonas de sus señorías.
El rifirrafe en cuestión, porque fueron varios a lo largo de la mañana, ocurrió en la sesión de control del miércoles cuando un diputado del Partido Popular, Juan José Matarí, se dirigió a la ministra de Educación, Isabel Celaá, una portavoz cuyos humores son tan volubles e imprevisibles como los de Manuel Castells, el responsable de Universidades que más de una vez ha entrado en trance en medio de una comparecencia.
La intervención de Matarí tenía relación con un aspecto de la Ley de Educación propuesta por el PSOE, la octava en lo que va de democracia y que fue aprobada en diciembre por un voto de diferencia. El popular utilizó su turno de palabra como un alegato contra lo que él considera un ataque hacia la libertad de las familias para escoger dónde han de estudiar sus hijos, una disposición de la llamada ley Celaá que afecta a los centros de educación especial.
Tras acusar a los socialistas de sectarios y de legislar de espaldas a la Constitución, Matarí relató la historia de su hija Andrea, una chica de 25 años con síndrome de Down que ha podido estudiar una carrera y que ahora tiene trabajo. Semejantes progresos no habrían sido posibles sin el apoyo del centro de educación especial donde su hija alcanzó recursos y habilidades y que, como el resto de instituciones en su tipo, se siente amenazada en esa legislación.
Tiesa, hierática incluso en su indignación sobreactuada, la ministra contestó como si el asunto nada tuviese que ver con ella o lo que, es peor, como si no lo hubiese escuchado o comprendido
La réplica de Celaá estuvo libre de cualquier muestra de empatía. Su contestación, además, comenzó entre aspavientos: "Señor Matarí: ¿de dónde viene usted? ¿De qué lejos viene usted? Usted no tiene ningún contacto ni con el mundo educativo, ni con los padres, ni con los hijos, ni con los profesores... Usted no sé de qué habla", espetó Celaá moviéndose como un Travolta en el Pulp Fiction de Tarantino. Las risas de sus compañeros de partido -extemporáneas y a su manera incomprensibles- parecían indicar que nadie había entendido nada.
El personaje Andrea, y lo que ella representa, pasó de ser motivo de debate a convertirse en un resorte, una chispa para hacer arder, otra vez, una confrontación de partido y no de argumentos. No da para más yerros la ministra, que de aciertos va justita. Tiesa, hierática incluso en su indignación sobreactuada, la ministra contestó como si el asunto nada tuviese que ver con ella o lo que, es peor, como si no hubiese escuchado o comprendido ni una sola de las palabras de Matarí.
En nombre de una voluntad inclusiva, su ley aparta y excluye a quienes más la necesitan
Definida por algunos como respetuosa y cortés, lo que quedó en evidencia fue, una vez más, ya no la acostumbrada torpeza de Celaá para acoplar la ironía a sus exposiciones públicas -¿alguna vez se le entendió como portavoz del Ejecutivo?-, sino una absoluta indolencia por las vidas de las que dependen las leyes debatidas en la Cámara. Más que el interés por el otro, se impusieron las formas extrañas de una mujer más versada en el desplante que en la cosa pública.
La ex consejera de Educación de Patxi López, y que había trabajado antes en gobiernos de coalición PNV-PSE, es fría, distante y puntillosa. Una aventajada en dar palos de ciego o repartir la zanahoria presupuestaria a los nacionalistas a quienes les ha dejado el castellano en bandeja de plata. En su caso hay mucho más que apatía, se trata en realidad de la laminación de cualquier crítica a su catecismo educativo. En nombre de una voluntad inclusiva, su ley aparta y excluye a quienes más la necesitan.
No se enteró la ministra ni mostró interés alguno no ya por el episodio del testimonio familiar del diputado popular, sino por el conjunto de ciudadanos representados en Andrea Matarí. Le pudieron a Celaá las risas enlatadas y complacientes de sus compañeros de bancada. Se impuso una respuesta que tenía más de estropicio que de réplica y que muchos quisieran atribuir al error y no al desprecio.
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