Los Mercadona no deberían de existir. Son lugares horrendos, que sacan lo peor de nosotros, unas naves fluorescentes donde hasta el estado de animo termina convertido en una marca blanca, un sucedáneo. El mundo es mucho mejor los domingos, porque no abren. Ha tenido que llegar una pandemia para perfeccionar mi alegato y aquí lo defenderé.
Este 2 de mayo era el día asignado a la barra libre del flâneur, el all you can desecalar : corredores, niños, ancianos, los que van a la compra o los que vienen de la compra, los que pasean y los que son paseados, los taca-taca y los patinetes… Todos apretujados y felices, cubiertos y enmascarados hasta los oídos, gente disfrazada con mamparas de soldador que salió a darse codazos en las aceras y espantarse de las toses y las babas ajenas.
Los Mercadona no deberían de existir. Son lugares donde hasta el estado de animo termina convertido en una marca blanca, incluso también en tiempos de pandemia
Quizá por condicionamiento, porque los parques están cerrados o porque esta epidemia nos ha vuelto seres a los que le basta un anaquel repleto de productos lácteos para sentirse a gusto, el orbe entero decidió ir a pasear este sábado al súper. Una fila que daba la vuelta a la manzana me hizo desistir de entrar. ¿Cuarenta minutos formada en equidistancia con gente que saca a pasear el tedio en un carro con rueditas? Ni soñarlo.
Tras una noche de perros y arcadas interminables, me levanté buscando desesperadamente una bebida isotónica. En el kilómetro que me rodea, el establecimiento al que normalmente acudo a comprar estaba a reventar. Si quería sobrevivir, sólo tenía una opción, la peor de todas: el Mercadona. Arrastré los pies y me puse en marcha, aunque no fue sencillo: el all you can desescalar lo hace todo más complicado.
Entrar me tomó diez minutos y unos cuantos jaleos de personas regañándose entre sí: que si póngase la mascarilla, que si desinfecte usted, mantenga la distancia, que oiga me toca a mí, no me toca a mí, todo junto al no se me amontonen del celador que repartía guantes de plástico en la puerta. Ya dentro del local, sentí ganas de darme la vuelta: familias disfrazadas con trajes de epidemiólogo y gafas de buceo, cajones arrasados con hojas correosas de lechuga, torres de nata líquida para cocinar...
El pitido de las cajas registradoras desapareció de golpe. Apenas una señora, ajena a lo que ocurría, trasegaba sus aguacates y pimentones hasta que, ¡Shhhhhhhhh!
Cuando llegué al estand de bebidas isotónicas después de ser esquivada con terror por quienes no me veían usar mascarillas, comprobé, oh cielos, que sólo disponían de la marca que la propia cadena fabrica, un bebedizo que, aun sin abrir, tiznaba de colorante el envase por dentro. El resto de bebidas había desaparecido, cogí el brebaje y fui rumbo a la fila de las cajas. Otra vez ese paisaje apocalíptico que domina los lugares donde la clase media se amontona.
Por la megafonía del local anunciaron que, como señal de respeto por las víctimas fallecidas a causa del Coronavirus, el establecimiento cumpliría un minuto de silencio, a las doce. Y así fue, a la hora convenida dejó de sonar el hilo musical de reguetón o flamenquillo pop. El pitido de las cajas registradoras desapareció de golpe. Apenas pude escuchar el crujido de paquetes de una mujer, ajena a lo que pasaba, que trasegaba sus aguacates y pimentones hasta que, ¡Shhhhhhhhh!
En silencio, rodeada de hombres y mujeres tiesos como estacas y con las caras cubiertas con gafas protectoras, mascarillas y guantes, confirmé mis reparos. Si el mundo que viene será así, elijo no visitarlo. Pero si ya ese es horrendo, mucho peor se ponen las cosas en inframundo de los Mercadona. Al acabar el minuto de silencio, por cierto, todos aplaudieron.
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