Se acerca ese momento en el que los periodistas hacemos lo que se denomina pomposamente “balance del año” y que suele ser un pretexto para loar a poderosos, poner a parir a los adversarios y mentar las banalidades de siempre acerca de si fulanita se lió con menganito o de si zutanito se ha cambiado de sexo, de coche, de piso o de ropa interior, que todo vale y todo alimenta. Me temo que el año que estamos a punto de dejar atrás no se preste a estos recursos convencionales.
Quedará como un año de muerte, de miedo, de irresponsabilidad, de mentiras, de daños irreparables, de dolor, de ruina. Es difícil concentrar en doce meses tanta desgracia y tanta sumisión al Big Brother. Nunca como ahora se ha visto el auténtico carácter del poder despótico que ejercen los partidos ni su indiferencia hacia sus compatriotas. Tampoco se había conocido jamás y en tamaña magnitud la capacidad de mentir descaradamente del Gobierno, así como las tragaderas de buena parte de la población que, con tal de no asumir su responsabilidad como ciudadanos, son capaces de caer en la estupidez más profunda y en actitudes que avergonzarían a un chiquillo de parvulario.
Este tiempo de reclusión forzosa, añadido al de la reclusión parcial, la limitación en los desplazamientos, la crisis económica y la amenaza de esa guadaña en forma de virus podría habernos hecho reflexionar en un sentido positivo que fuese más allá de berrear el Resistiré desde los balcones o grabarnos a nosotros mismos haciendo la primera ordinariez que se nos pasase por la cabeza. Pero ya hemos comprobado el fuste moral de nuestra sociedad. Cualquier cosa antes que afrontar la realidad y buscar soluciones.
Por eso, si soy crítico con la clase dirigente, no puedo serlo menos con el conjunto de españoles, que han demostrado merecer a los ineptos que tenemos al frente de los asuntos públicos. Cuando a un país le interesa más saber cuando hay fútbol o si podrá salir a tomar el vermú o a hacer botellón o a reunirse con cincuenta para una barbacoa en lugar de interesarse por los derechos que le están recortando, la corrupción generada alrededor de lo sanitario, los avances y bulos que giran respecto al virus o la mentira como paradigma de la política, es señal de que ha llegado el momento de ir cerrando y el último que apague la luz.
Porque tengan muy claro que el 2021 no será mejor en lo respectivo a la pandemia y ya no digamos si nos metemos en el terreno económico. España está hundida, arruinada, en bancarrota, con una deuda exorbitante imposible de pagar, dependiendo de unos préstamos europeos que, en caso de que lleguen, no cubren ni la mitad de lo que se precisa y, peor todavía, metida hasta el cuello en una crisis moral en lo político por culpa de unos desalmados que no reparan en nada con tal de conseguir sus fines. Lamento que el último artículo que publico este año tenga un sabor amargo, pero la primera condición para solucionar un problema es aceptar que existe.
Se acaba, y creo que para siempre, una cierta manera de entender lo público, las relaciones entre administradores y administrados, la idea de una Europa entendida como unión de naciones hijas de una misma cultura y una misma cosmovisión. Se termina la tradicional relación entre familias, entre amigos, entre compañeros de trabajo, entre empresarios y trabajadores. Todo se va por el desagüe para dejar sitio a unos tiempos fríos, desapasionados, dictatoriales, aburridos, en blanco y negro y, por descontado, con una injusticia social terrible, abismal. Ha llegado el tiempo del miedo, la pobreza, la desconfianza y la soledad.
Vayan cerrando, pues, el 2020, y si me aceptan un consejo no se apresuren en abrir demasiado pronto el 2021. Nunca se sabe. Dicho lo cual, les deseo a todos feliz Navidad y próspero Año Nuevo. Lo que no es poco desear. Y que Dios reparta suerte.
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