Miquel Iceta no conoce otra carrera que la política. Desde 1os 18 años, en que fue elegido secretario de Política Estudiantil de la Juventud Socialista de Cataluña, hasta la actualidad, la cosa pública lo ha sido todo para él. El fermento y el sustento. La propia secretaría aquella con la que debutó pronto quedó desfasada. Y no porque terminara sus estudios de Ciencias Químicas y dejara como consecuencia de ser estudiante, sino justo por lo contrario, por no terminarlos, lo que suele comportar un desenlace parecido, aunque sin duda no tan lustroso. Es evidente que el lustre, a él, se lo proporcionaba ya la política. ¿Para qué esforzarse, pues, y sacarse el título? Él ya estaba centrado en lo suyo y no le iba mal. Sobra añadir que el tiempo le ha dado razón. Desde entonces y a lo largo de más de cuatro décadas, ha ido saltando de cargo en cargo hasta alcanzar el de ministro de Política Territorial y Función Pública del Gobierno de España. Ahí es nada.
Se entiende, por tanto, que Iceta, ya en su condición de ministro, creara una comisión de expertos para analizar el sistema de acceso a la función pública con vistas a su actualización. Cuando un político decide crear una comisión de expertos con el propósito de actualizar un proceso, sea de selección o de cualquier otra índole, es que se ha propuesto modificarlo, revisarlo, reformarlo –que eso significa, al cabo, actualizar en el lenguaje político– y hacerlo en un determinado sentido. De ahí que los expertos llamados a conformar dicha comisión sean escogidos en función del objetivo prefijado. Así ha sido siempre y un avezado fontanero de la política como Iceta no iba a romper ahora la tradición.
Que semejante propósito haya anidado en un gobierno que ha hecho de la desmemoria su razón de ser resulta, qué duda cabe, de lo más consecuente
¿Y el objetivo cuál era y sigue siendo? Flexibilizar –otro verbo muy querido por la clase política, por su polisemia y su carga eufemística– el sistema de acceso al funcionariado mediante, entre otros procedimientos, la laminación de la parte memorística de las pruebas. Que semejante propósito haya anidado en un gobierno que ha hecho de la desmemoria su razón de ser resulta, qué duda cabe, de lo más consecuente. Una desmemoria que lo mismo se manifiesta en la puesta en marcha de unas políticas de “memoria democrática” groseramente sesgadas por un revanchismo guerracivilista que en unos nuevos currículos educativos basados en el descrédito de la memoria y, en suma, de la transmisión del conocimiento. Añadan a lo anterior las características de un ministro cuya trayectoria personal no invita precisamente a presumir en él una querencia cualquiera por el ejercicio de la memoria en el ámbito académico y su consiguiente puesta en valor, y se entenderá, creo, lo que esconde la mencionada flexibilización: la voluntad de facilitar a los jóvenes opositores una pasarela más plácida en el acceso a la Función Pública, dado que con el patrón de oposiciones vigente no se alcanza a cubrir todas las plazas disponibles. Una pasarela, en definitiva, en la línea del “aprender a aprender” del modelo educativo implantado por la izquierda hace tres décadas y que ha devenido en esa ley Celaá con la que se puede obtener el título de Bachillerato con un suspenso a cuestas.
Valores como el trabajo y el esfuerzo
El economista, inspector de Hacienda y exdiputado nacional por Ciudadanos, Francisco de la Torre, lo ha explicado con pleno conocimiento de causa en “Amnesia y memoria en la reforma de las oposiciones” (El Economista, 14-5-2021): “Quizás como no soy amnésico, a mí no se me ha olvidado que opositar nunca me había parecido atractivo, ni a mí, ni a nadie que conociese. Aún menos se me ha olvidado que fueron años muy duros. Sin embargo, de lo que no podemos olvidarnos es de que aprender cuesta esfuerzo. Por supuesto, se puede discutir cuál es la carga memorística necesaria para saber realmente de un tema. Pero hay que tener en cuenta que no es pequeña y que sí, claro que cuesta esfuerzo. (…) Por supuesto, también queremos profesionales inteligentes, pero la única forma en que se puede pensar sobre algo es haberlo aprendido; es decir, memorizado y entendido previamente. Y la única forma de solucionar muchos problemas es tener un conocimiento amplio, con las interrelaciones correspondientes: se piensa sobre lo que hay en la memoria.”
Así las cosas, ¿dónde quedan ya, en nuestra España oficial, la de la Administración y sus innumerables ramificaciones, principios como la igualdad de oportunidades y el derecho a una evaluación objetiva, y valores como el trabajo, el esfuerzo y el mérito, esenciales para el progreso de cualquier sociedad y la consiguiente generación de riqueza? Me temo que, por desgracia, en eso que podríamos denominar, sin exageración ninguna, el sumidero de la memoria.
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