El verano comenzó como todos los veranos desde que uno se ha hecho viejo: calor, soledad y una rutina imperturbable. No pasaba nada. O no pasaba nada fuera de lo que pasa todos los días. Hasta que oí caer la gota.
La gota caía sobre la bañera con esa parsimonia burlona que tienen las cosas irremediables. Despacio, una gota cada medio minuto más o menos. Una gota gorda, lustrosa, que procedía del techo y que hacía un inquietante ruido al estrellarse contra la bañera. No logré adivinar de dónde procedía, solo de un punto invisible en el techo blanco. Según mi costumbre ante las dificultades domésticas, bancarias, sanitarias y contencioso-administrativas, decidí optar por el método Rajoy: no hacer nada. Sería un error efímero. Ya se pasaría solo.
Pero no se pasó. O sí se pasó, pero solo durante unas horas. Por la tarde, a eso de las ocho, la gota regresó. Y caía más deprisa, con una preocupante insolencia. Cerré la puerta del baño para no oírla.
A la mañana siguiente ya no era una gota. Eran cinco, o seis, o siete, de diferentes tamaños, que caían sobre la bañera y sobre el suelo, con ritmos distintos. Empecé a colocar cubos y cacerolas, lo cual añadió al asunto una interesante variedad sonora. Puse la fregona en estado de presenten armas. Lo que sea que estuviese ocurriendo debió de intimidarse, porque al rato las gotas dejaron de caer. Sonreí.
Por la tarde, de nuevo a eso de las ocho, sentí que del baño llegaba un rumor como de gente rezongando en voz baja. Me asomé. Ya no eran gotas. Eran chorros, regueros, chubascos que brotaban de veinte puntos diferentes del techo, en el que habían aparecido varios agujeros. El baño estaba impracticable. Había que hacer algo. Estaba claro que el método Rajoy no estaba funcionando. Si es que alguna vez funcionó.
Me abrió un muchacho rubio de unos veintitantos años que se estaba secando la cabeza con una toalla. Le dije: probablemente tenéis un problema en el cuarto de baño, quizá una tubería que se ha roto
Llamé al gran José, mi casero desde hace casi tres décadas, un tipo adorable y generoso. La verdad es que primero le puse unos “guasapitos” que no leyó. Luego decidí llamarle. No contestaba. Me sentí como la Traviata: “solo, abbandonato in questo popoloso deserto che appellano Madrid”. Y decidí, finalmente, agarrar la tormenta por los cuernos y subir a casa de Merche, mi vecina de arriba. La inundación tenía que proceder de allí. De dónde si no.
La culpa la tengo yo porque nunca he sido nada “vecindonero”. No me gusta molestar ni que me molesten. La de este verano fue la primera vez que subí a casa de Merche en lo que va de siglo, con eso está dicho todo. Merche no estaba. Me abrió un muchacho rubio de unos veintitantos años que se estaba secando la cabeza con una toalla. Le dije: probablemente tenéis un problema en el cuarto de baño, quizá una tubería que se ha roto, porque yo vivo justo debajo y mi propio baño se está inundando.
El chaval me miró como supongo que se mira a los extraterrestres inesperados. Algo me dijo en un idioma que yo no supe identificar; inglés no era y alemán tampoco, puede que fuese islandés, o noruego, o cosas todavía peores. Como pude, por señas, le señalé el baño, el grifo, el suelo, la ducha –que estaba claro que acababa de utilizar–, hice gestos que podrían parecer de alguien que se está ahogando. El tipo, claramente nervioso, me alcanzó un papel, un boli y una tarjeta plastificada en la que había un número de teléfono y el nombre de una empresa que a mí no me sonaba de nada. “Ägare”, repetía, “ägare”.
Volví a casa (la cellisca en el baño estaba remitiendo) y llamé al número. Me contestó un señor con acento mexicano que, en contra de mi apresurada deducción, no se llamaba Ägare sino Pedro. Le expliqué el caso. También él estaba muy nervioso. Me aseguró que por la mañana llamaría a los del seguro y que inmediatamente irían a ver qué ocurría. Le creí.
Esta vez me abrió un matrimonio de avanzada edad que, en correctísimo inglés pero con bastante susto, me informó de que ellos estaban allí de paso y que no tenían ni idea de qué iba todo aquello
Naturalmente, no apareció nadie. Tres días después, con mi baño convertido en un pantano indostánico, pasaron muchas cosas a la vez. Una, que apareció mi casero, José, que estaba de vacaciones en alguna punta lejana del planeta. Otra, que subió la vecina de abajo, Carmen, hecha un basilisco –es una mujer de carácter difícil–, porque su baño se estaba inundando también, y sin duda por mi culpa. Hice que pasara al mío y se quedó pálida como un aparecido. Y otra más, que volví al piso de arriba, con intenciones nada pacíficas. Esta vez me abrió un matrimonio de avanzada edad que, en correctísimo inglés pero con bastante susto, me informó de que ellos estaban allí de paso y que no tenían ni idea de qué iba todo aquello.
La salvación llegó cuando apareció en casa el gran José, el propietario, que se las sabe todas en estos lances. Llamó inmediatamente al tal Pedro y le puso las peras al cuarto. En menos de un minuto descubrió que se trataba de una empresa fantasma, que no tenían oficina y que gestionaban “pisos turísticos”. El tipo aquel volvió a jurar que el del seguro estaba a punto de llegar. Los epítetos y el tono de voz –rotunda, baritonal– de mi casero debieron de asustarle bastante, porque el albañil de los… cataplines se presentó en menos de cuatro horas.
Ocultos a los ojos de la ley
Les hago el cuento corto. Tuve suerte. Tuve mucha suerte porque al menos el tal Pedro, el mexicano, había contratado un seguro para casos como este; luego he sabido que de ninguna manera lo hacen todos los buitres que compran, o alquilan para luego realquilarlos, esos llamados “pisos turísticos”, que en buena parte de los casos están perfectamente ocultos a los ojos de la ley. Supe que Merche se había mudado a otra ciudad y que había muerto varios años atrás. Supe además que “ägare” significa “dueño”. En sueco.
Y supe también, investigando un poco (muy poco), que mi edificio ha cambiado completamente en muy pocos años. Ya casi no tengo vecinos, aquellos vecinos que llegué a conocer hace mucho tiempo y que de vez en cuando me cruzaba en el ascensor. La veterana pareja gay del 1º B. El matrimonio mayor del 3º. Los peruanos del 4º B, que armaban unos follones espantosos con fiestas en las que abundaban los vítores a Lenin y a Mao (parece que eran todos de Sendero Luminoso). Todos han desaparecido. Más de la mitad de las dieciséis viviendas de mi edificio son ahora “pisos turísticos”, cómo saber si legales o no.
En el edificio de enfrente, mucho más grande que el nuestro, pasa lo mismo pero peor. Antes, hasta hace muy pocos años, había una galería de arte, una familia con cuatro o cinco hijos, un hostal. Nos conocimos todos, o casi todos, durante la pandemia, cuando salíamos a aplaudir a los sanitarios a las ocho de la tarde. Ya no queda nadie. Todos los pisos, absolutamente todos, han sido minuciosamente troceados y convertidos en cubiles “turísticos” en los que los visitantes pasan unos pocos días, supongo que por un precio inferior al que piden los hoteles y pensiones. Que siempre abundaron en mi barrio y que ahora también están desapareciendo.
A mí no me molesta que la gente gane dinero. Ni que mi barrio, como miles de barrios más, se haya convertido en un hervidero de turistas bulliciosos que pasan la noche (lo veo desde mi ventana) hacinados en colchones
Los únicos que aguantamos somos Carmen (la de abajo), yo mismo y el señor Juan, que en realidad no se llama Juan sino Huan: el ya viejo dueño de la tienda de los chinos que hay ahí al lado. Le felicité cuando nació su hijo, que ya se ha casado.
A mí no me molesta que la gente gane dinero. Ni que mi barrio, como miles de barrios más, se haya convertido en un hervidero de turistas bulliciosos que pasan la noche (lo veo desde mi ventana) hacinados en colchones, porque algunos, en vez de pisos turísticos, más bien parecen pisos francos. O zulos.
Pero esos buitres son los responsables de que no haya forma humana de alquilar un piso medianamente decente en Madrid, para estudiar o para vivir, salvo que puedas pagar lo que te costaría tener a un hijo tonto estudiando en Harvard. Y nadie puede pagar eso. A la gente “normal”, a la de siempre, la están expulsando hacia los pueblos o ciudades dormitorio de las afueras, donde los alquileres son algo menos terroríficos. Las grandes ciudades, por lo menos en el centro, se están llenando de esas huras o madrigueras “turísticas” que están terminando de lograr que nadie sepa con quién vive, quiénes le rodean, quién es incluso uno mismo, porque se suponía que éramos seres sociales.
Estamos convirtiendo nuestros barrios (hablo del mío) en colmenas de abejas. No, es peor; porque las abejas al menos se conocen entre sí.
El baño está perfectamente, gracias. Eso por lo menos.
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