Los pasados de los partidos políticos están llenos de piedras. Son viejos del día de ayer y carecen de pasados que vayan más allá de unos pocos años. El más viejo de los contendientes, el PSOE, aparece tan ajado después de tantas refundaciones como una Bette Davis de la política. Las arrugas no les van bien a los dirigentes y por eso constituyen auténticas tribus a gusto del jefe en la que no desentone nadie. Mantienen las siglas como una marca de fábrica para no arriesgarse a confundir al electorado, pero el producto es nuevo. Quedan las piedras. Se las echan a la mochila en la esperanza de que no la abra nadie y en el peor de los casos decir que no era suya, que se la cedieron sin que ellos supieran qué iba dentro.
¿Qué tiene que ver el PSOE fundacional de Pablo Iglesias con el de Pedro Sánchez, si ni tan siquiera se parece al de Felipe González? ¿Y el PP de Casado? Cualquier similitud con los Siete Magníficos de Fraga Iribarne es metralla de combate electoral. Aznar, en su aspiración de convertirse en el Churchill patriótico, no puede cegarnos en la incontestable realidad de ser una piedra, otra más en la mochila del PP. Negándose a ejercer de jarrón chino, ese destino que el ahora alabado estadista, González y Asociados, consideraba inevitable para cualquier expresidente.
Todas esas son piedras finas, cantos rodados en la mochila de un PP que trata de refundarse pasando lista, como en la mili, para ir colocando en cuarentena a los implicados en la corrupción, por acción o por omisión. Ahora echan mano de los toreros. Ningún partido se suicida de borrachera en la fiesta de cotillón; para eso hay que ser muy joven como “Nosotras ¡ay! Podemos”, que tiene una mochila llena de lápices de colores.
40 años de dictadura sangrienta hasta el último momento no pueden hacernos olvidar que no somos vencedores de ninguna batalla épica
Si la memoria sirviera para algo que no fuera la literatura sería muy sencillo mostrar la estupidez de algunas comparaciones. José María Aznar fue un cazador de señuelos, valga la metáfora ahora que la izquierda asentada descubre las especies animales amenazadas mientras se nos mueren los precarios. Han pasado del “ponga un pobre en su mesa” a “besa al cerdo ante el cadalso”. El señuelo de la cacería de Aznar era Adolfo Suárez. No le quería como pieza de su partido sino como figura en la estantería de su casa, por eso aceptó que si el jabalí enfermo y cansado se le resistía no estaba mal aceptar al jabato.
Así fue como Adolfo Suárez Illana fue nombrado candidato digital para enseñorearse en las praderas de Castilla-La Mancha, como si rejoneara en las praderas de su suegro, el terrateniente Flores. Se lo advirtieron al Churchill de La Rioja, “a este chaval le falta seso”, pero él no escuchaba más que a su buena estrella -Aznar es de los atrevidos que nunca se equivocan, porque no tiene memoria de sus errores-. Y así, Suárez Jr. se presentó a las autonómicas. Bono le barrió y el chaval, aunque se quedó hecho unos zorros, echó la culpa al PP y exigió a Aznar “todo el poder en Castilla-La Mancha”. Le despidió para siempre jamás, por tonto y zangolotino. Lo acaba de recuperar Casado como número dos por Madrid, ahí es nada la que va a armar el chaval. Siempre que habla mete la pata. ¿Quieren una prueba más de que la memoria no cuenta? Solo pesa en el morral de los partidos.
Ocurre como con Franco. La izquierda institucional creía tener ahí una brecha hacia el corazón del PP. No les basta con la corrupción sistémica porque es una epidemia que afecta a todos los que llevan más de diez años formando la casta, ésa que ha crecido tan rápido en los últimos años que ya no salva a nadie. Sánchez, que hace política como quien juega al baloncesto, siempre tratando de encestar en el campo contrario, pretendió hacer la canasta de su mediocre encarnadura política sacando a Franco del Valle de los Caídos. Consiguió convertirle en una patata caliente que ahora no sabe cómo escupir. Que lo resuelva el Supremo, como quien dice: “El que venga detrás que lo arregle”.
En vez de poner fin a la flagrante injuria que aún persigue a los familiares de los asesinados, en vez de cerrar la herida, Sánchez la destapó, y ahí sigue supurando
En vez de pensárselo dos veces y calibrar las nunca explicitadas razones por las que ninguno de sus antecesores se metió en ese berenjenal, creyó encontrar el procedimiento para ponerse las medallas del antifranquismo que ni olió, y de paso remover las piedras de la mochila del PP. En vez de preocuparse por dar fin a la flagrante injuria que aún siguen sufriendo los familiares de asesinados tras el Levantamiento del 18 de Julio, él fue a encestar y se quedó sin balón. En vez de cerrar la herida la destapó y descubrió que aún está supurando.
Feliz izquierda sin memoria y ya con mochila. Decir que Franco fue un dictador criminal comparable a sus compadres Hitler y Mussolini es una obviedad, pero para repetir obviedades no se paga el cargo ni se hace campaña. Hay que añadir a la obviedad una evidencia que nos hace ser precavidos, si no con la palabra, sí con los gestos. A diferencia de sus hermanos siameses, Franco ganó dos guerras; la primera la de nuestros padres y la segunda la nuestra. Murió en la cama y tras décadas de apoyo de las democracias occidentales, con los Estados Unidos a la cabeza. El falaz garante de demócratas servidores del Imperio le concedió un seguro de vida y la oposición fuimos incapaces de derribarlo. La sociedad le enterró entre sollozos.
No hagamos de nuestro fracaso una infantil venganza post-morten. Los nietos se rebelaron, es lo que cabía esperar, pero cuando hablamos de sacar al franquismo del PP estamos cometiendo una omisión capital. 40 años de dictadura sangrienta hasta el último momento no pueden hacernos olvidar que no somos vencedores de ninguna batalla épica, todo lo más hábiles negociadores de nuestras derrotas y lo suficientemente conscientes de nuestras limitaciones como para no llenarnos la boca con el antifranquismo de los chicos asentados que se han creído las mentirijillas de sus mayores. La transición, tan sacralizada, tiene un lado laico y cruel para quienes hubimos de aceptarla, es decir, todos.
¡Saquen a Franco de la política, idiotas! Tengo en mi memoria aquel día de diciembre del 77 en que Santiago Carrillo se encaró a Manuel Fraga en las Cortes para decirle que de haber otra guerra civil no la ganarían los mismos. Se produjo un silencio espeso y luego, como en el verso, “fuese y no hubo nada”.
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