Pasen y vean. Pasen y vean. Ya llega el gran espectáculo. De los autores de "Gobierno criminal” y de la repugnante foto de la Gran Vía llena de ataúdes, llega ahora la moción de censura de los paleofranquistas, de los trumpitos, de los vocerones de la tele. Vayan pasando, señoras, niños, televidentes de Berlusconi, monjas, sorches, modistillas, casanovas, sacristanes, youtubers, forúnculos que excretan en los foros de los periódicos. Acomódense en sus sofás. En el vestíbulo pueden ustedes adquirir palomitas, cocacolas, charangas, panderetas, monteras de torero (de plástico, de las que sobraron en carnaval), banderitas de papel con el aguilucho, silbatos, lo que quieran. Monseñor Reig, por favor, usted aquí en primera fila, no faltaba más. Pasen y vean. Ya viene el cortejo, ya viene el cortejo. El show está a punto de empezar.
Las mociones de censura, en la democracia española, tienen por objetivo echar al presidente del Gobierno y sustituirlo por el candidato que se presente para reemplazarlo, si logra la mayoría suficiente en el Congreso. Esa es la teoría. Pero es una teoría que se ha cumplido muy pocas veces. En 1980, cuando la transición estaba aún muy tierna y la gran mayoría de los políticos creían aún en la Constitución y en la democracia parlamentaria, Felipe González presentó por sorpresa una moción de censura –la primera– contra Adolfo Suárez. Políticamente, eran tiempos que entonces nos parecían duros aunque, comparados con la zafiedad actual, aquello parecía la corte de Jorge V de Inglaterra. Felipe sabía que no podía ganar, pero es que no se trataba de eso. Lo que él y Alfonso Guerra intentaban era dejar claro ante la nación que el candidato socialista tenía las hechuras de un futuro presidente.
El golpe de Tejero
Y salió bien. Por una razón: porque era verdad que las tenía. Suárez, que en lo político y en lo personal –incluida su salud– estaba viviendo uno de los momentos más pesarosos de su vida, sufrió un daño, un desgarro interior muy grave, aunque eso no le importaría a nadie hasta bastantes años después. Ganó la moción, pero nunca se recuperó de aquella amargura. Ni siquiera el inmenso prestigio personal que logró con su actitud ante Tejero y sus matones logró devolverle la sangre a las venas, al menos en lo político.
Siete años después hubo alguien que intentó exactamente lo mismo: dejar claro lo mucho que valía. Pero salió mal. Antonio Hernández Mancha, presidente de lo que entonces se llamaba Alianza Popular, era, al menos en lo político, un chisgarabís. Un jovenete que trataba de librarse de la sombra de Fraga, lo cual era imposible, y a la vez intentaba demostrar que podía competir con un Felipe González pletórico. Se llevó una paliza terrorífica. Salió de allí sonado. Fraga no tardó en despedirle, como se hace con un empleado incompetente, y el muchacho dejó la política para no volver.
Iglesias obtuvo 82 votos a favor, algo que seguramente ni él mismo esperaba; es decir, menos de la mitad de los que necesitaba para ganar
Veinte años después, la sociedad española había cambiado mucho y la dinámica parlamentaria también. Ya habían aparecido los políticos fabricados por la televisión y por las redes sociales, y que actuaban casi nada más que en función de esos medios. La delgada y sinuosa línea que siempre separó la política de la publicidad había desaparecido. Y un Pablo Iglesias astuto, muy echao p’alante, decidió desenterrar aquel viejo mecanismo de la moción de censura, que nadie había usado en dos décadas, para hacerse precisamente eso, publicidad. Fingía que intentaba derribar a un “paquete” como Mariano Rajoy, cuyo partido daba la sensación de ser la cueva de Alí Babá pero con muchos más de cuarenta ladrones. Obtuvo 82 votos a favor, algo que seguramente ni él mismo esperaba; es decir, menos de la mitad de los que necesitaba para ganar, y los resultados publicitarios tampoco puede decirse que fuesen gran cosa. La gente ya se había acostumbrado a que el Congreso se pareciese mucho a un teatro en el que había pocos estrenos interesantes y muchas reposiciones. Los índices de audiencia, pues mal. El ruidoso asalto a los cielos se quedó en un chapoteo en la piscina de Galapagar.
La cuarta moción, la de 2018, fue distinta. Las tres anteriores se habían hecho para el público, no para lograr de verdad el gobierno. En esta, como ha ocurrido numerosas veces en las comunidades autónomas y en los ayuntamientos, había un pacto previo (por disparatado que fuese, que lo era) y ese pacto funcionó. Rajoy tuvo que dejar el poder y la derecha española, al menos la que él representaba, empezó a comportarse como si le hubiesen robado la cartera. Y así sigue.
Defender a España
Ahora volvemos atrás. Regresamos a la política-espectáculo, al teatro y a la parodia de lo que un día fue la política. La extrema derecha ya tiene preparadas sus baterías de improperios, de demagogia y de bravuconería, porque sabe bien que eso les dará votos, ya veremos si muchos o pocos.
Pero, ¿votos de quién? Ah, ahí está la madre del cordero. No se equivoquen ustedes. Esta moción de censura, presentada con el publicitario pretexto de derribar a Sánchez, no es contra Sánchez. El verdadero objetivo de la bien adiestrada cuadrilla de Abascal es Pablo Casado. Y su partido. Y sus votos. Y su público. Ahí es donde quiere pescar el torvo Mefistófeles de las banderitas y los eslóganes inventados para bobos. Esperen y verán cómo los insultos van contra Sánchez, cómo no, que estará allí sentado con toda su paciencia porque sabe muy bien que la cosa, en realidad, no va con él; pero las provocaciones, los desplantes y los desprecios irán contra Casado y los suyos. La idea motriz de la estrategia de Abascal está clara: sois la derechita cobarde que no tiene güebos para defender a España de estos traidores, criminales, etc. etc., y por ahí seguido toda la letanía. Pero la parte importante de la frase es la primera.
En la capilla de Génova (porque digo yo que en Génova habrá capilla, vamos, supongo) tiene que haber cola en estos días. Las imágenes de Santa Rita de Casia, San Judas Tadeo, Santa Filomena y San Gregorio Taumaturgo (abogados todos ellos de las causas difíciles y/o desesperadas) deben de estar rodeadas de velas y flores. La oración más repetida será la que pide al Cielo que a Abascal le pase lo mismo que al chico Rivera, que se creyó que podía suplantar al PP diciendo más barbaridades que él y siendo mucho más de derechas, y se pegó una leche de las de tres aspirinas.
A ver qué hace el PP en el espectáculo. Casado, cuando deja de sonreír (es decir, entre las tres y las cinco de la mañana) sabe que puede hacer tres cosas. La primera es la de Rajoy: nada. La segunda es responder con argumentos y con inteligencia a la demagogia y a los eslóganes patrioteros. Y la tercera es la misma de Rivera: ser aún más zafio y más simple y más obtuso que la “cuadrilla de Mingorrubio”. Pero Casado, que no es tonto, ha aprendido (gracias a Rivera) que los ciudadanos prefieren el original a la copia. Cuando reventó Ciudadanos, el original era él. Pero ahora no.
En la moción, los votos de Casado no van a hacer presidente a Abascal, eso por descontado. Pero ya veremos cuántos votos, o al menos intenciones de voto, le quedan a Casado después del espectáculo. Porque las mociones de censura son peligrosas. Si salen bien (y para eso da lo mismo que se pierda o se gane la votación) son utilísimas. Pero si salen mal estás perdido, muchacho. Y esta va contra ti, Smiley, no contra Sánchez.