“Si la gestión de la pandemia en Alemania hubiese sido similar a la de España, los fallecidos registrados en aquel país rondarían los 100.000 [en lugar de los alrededor de 10.000 reconocidos], y Angela Merkel ya no sería canciller”. La frase es de un conocido político español hace tiempo alejado de la vida pública. Como él, en las últimas semanas, las que van de aquel eufórico “hemos derrotado al virus” al alarmante repunte otoñal que nadie quiso prever, han sido varias las voces autorizadas que en Europa han criticado con dureza la gestión de la covid-19 realizada en nuestro país.
En tan solo seis meses, el prestigio de España, el mucho o poco que tuviera cuando arrancó 2020, se ha venido abajo. El crédito, entendido como la confianza que los gobernantes y las élites sociales y económicas de la nación son capaces de transmitir dentro y fuera de nuestras fronteras, transita ya por el sumidero que evacúa los residuos de la incompetencia. La seguridad jurídica se desmorona, y con ella la inquietud de nuestros socios y la certidumbre de los inversores, que empiezan a buscar latitudes más seguras. Y el problema no es el aterrador pronóstico del FMI y otros organismos internacionales, sino la ausencia a estas alturas de un plan de recuperación verosímil, de una sola señal de vida inteligente.
Vox se equivoca porque practica lo que critica, profundizando aún más con su iniciativa la división entre españoles y porque con este movimiento refuerza a quien dice detestar
Esta es la realidad. Una realidad inquietante, por mucho que haya quien la intente disfrazar. Una realidad que únicamente podría trocarse en una leve oportunidad si los actuales dirigentes fueran capaces de empujar en la misma dirección. No es el caso. Estamos muy mal. Sin duda atravesamos el momento más oscuro desde el final de la dictadura, y la única puerta de salida en la que se entrevé algo de luz es la de la Unión Europea. Solo desde la recuperación de consensos básicos y de la credibilidad perdida lograremos acortar los plazos del doloroso viacrucis que apenas hemos iniciado. Y es en este contexto, supeditado a la realidad circundante, y no solo a nuestro particular melodrama, en el que es pertinente cuestionarse la utilidad para el país de la moción de censura de Vox.
Vox se equivoca porque practica lo que critica, profundizando aún más con su iniciativa la división entre españoles. Vox se equivoca, porque con este movimiento táctico a quien refuerza es a quien dice detestar. Vox se equivoca, porque la moción, más que una censura al Gobierno de Sánchez e Iglesias, es lo más parecido al primer acto de una estrategia contra el PP. De hecho, parece probable que este haya sido el objetivo prioritario de Abascal: desestabilizar al partido de Casado, confundir a su militancia, inyectar el virus de la duda entre sus votantes, preparar desde la derecha radical la operación sorpasso que no fue posible desde el centro y que acabó con la carrera política de Albert Rivera.
A Sánchez no le interesa que el PP se distancie de Vox
Es tal la inutilidad de la moción, tan previsibles su contenido y resultado, y tan evidente la finalidad de la misma, que en estos días el debate político dominante nada ha tenido que ver con la oferta de Abascal al país, sino con el sentido del voto (no o abstención) del Partido Popular. Un debate aparentemente menor que refleja esa sofisticación de la política que tanto separa a sus actores, y al pelotón de analistas, de los ciudadanos. Un falso dilema que importa entre poco y nada a la sociedad española, pero que sí refleja, y ahí radica su porción de interés, el estado de confusión en el que lleva tiempo instalado el centro-derecha nacional.
“Casado no puede decir no a la destitución de Sánchez ni puede decir sí a la investidura de Abascal” (Rafa Latorre). Defender la abstención del PP es legítimo, pero hay algo de trampa en un argumento que es pura política ficción. No había ni hay la más mínima posibilidad de que esta moción destituya a Sánchez, pero lo que sí puede provocar es el definitivo descarte de Pablo Casado como alternativa de gobierno. Que el presidente del PP salga vivo de esta o active la espoleta de su autodestrucción, no va a depender del sentido final de su voto, sino de que construya, o no, un discurso sólido, abiertamente europeísta, cargado de propuestas para superar cuanto antes la crisis y, sobre todo, de que le diga la verdad a los españoles y de que, como ha sugerido Ignacio Camacho, sea capaz de “reivindicarse a sí mismo asumiendo el riesgo de no ser entendido”.
No había la más mínima posibilidad de que esta moción destituyera a Sánchez, pero lo que sí podía provocar es el definitivo descarte de Pablo Casado como alternativa de gobierno
El grupo de reflexión política denominado “La España que reúne” ha intervenido en la discusión manifestando que decir “no” a esta moción “da la oportunidad a los partidos centrales de alejarse de los extremos y con ello sentar las bases de la reconstrucción del centro político español”. Los Francesc de Carreras, César Antonio Molina, Redondo Terreros o Josémari Múgica reclaman la reconstrucción de puentes que restablezcan espacios desaparecidos de convivencia. Tienen razón. Ese es el único camino viable. También para Casado. En contra de lo manifestado desde la tribuna del Congreso, lo último que le interesa al PSOE es que el PP se distancie de Vox, pero no hay futuro para el PP en el territorio extremadamente polarizado en el que siempre va a depender de la muleta del partido de Abascal. Y no habrá proyecto alternativo al de Sánchez mientras no exista una apuesta nítidamente alejada de los extremos y dispuesta a recuperar el sello de partido de gobierno.
Desde esa perspectiva, votar “no” a la moción de un Abascal cuyas posibilidades futuras dependen fundamentalmente de que perdure la actual situación de excepcionalidad, es la única respuesta que incorpora la dosis de riesgo imprescindible para acreditar la vocación de querer recuperar algún día para el PP el papel que hace tiempo dejó de ejercer debido a la permisividad de sus dirigentes con la corrupción: el de una herramienta no al servicio de los intereses de una parte, sino del conjunto de la sociedad.
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